martes, 30 de junio de 2015

Muescas (I)


Siempre que paso por delante de la Puerta de la Almoina, en la Catedral, me llama la atención una de las piedras a la derecha de la pesada puerta de madera, dentro de los arcos y a la altura de la cintura. Se aprecian claramente en la piedra numerosas muescas verticales, largas y profundas, y siempre me he preguntado cuál sería el origen de las mismas. La primera idea que me cruzó la mente fue que en épocas remotas hubieran ocupado la Plaza de la Almoina los puestos de un mercado, y que los carniceros utilizaran la piedra para afilar sus cuchillos. Una posible alternativa a esta explicación hacía siempre que se me erizaran los pelos de la nuca y que un escalofrío recorriese mi espalda: era posible que las marcas hubiesen sido producidas por el hacha del verdugo, al prepararse para las ejecuciones en la época medieval…

Un domingo por la mañana, y precisamente en este lugar, me encontré saliendo por la puerta a Jaime Sancho Andreu, conservador y responsable de patrimonio de la Catedral, y aproveché para preguntarle por las muescas. Me contestó que incluso para ellos son un enigma, y que hay varias teorías al respecto. Aparte de las anteriores, cabe también la explicación de que se deban a los mendigos que se sentaban en ese lado de la puerta, tal y como muestran las antiguas fotos de Laurent, y que afilaban allí sus navajas; o incluso que los responsables fuesen los niños que antiguamente afilaban así las puntas de sus peonzas… En cualquier caso, en el proceso de restauración de la Catedral se decidió respetar las muescas y dejarlas tal cual.




Este misterio fue el detonante de que empezara a documentarme un poco más en serio sobre los lugares de ajusticiamiento en la Valencia cristiana medieval, un tema que desde siempre me había parecido interesante. Ya ha habido en el blog otras entradas en las que se ha hablado de violencia en la Valencia antigua, y de las masacres y martirios de la época romana. Y la violencia no cesa con la Reconquista, empezando ya por el intento de recuperar la ciudad por parte del Cid Campeador: poco después de entrar en Balansiya, Rodrigo Díaz de Vivar apresó al Qadí Ibn Yahháf y, después de torturarlo brutalmente en El Puig para averiguar el paradero de las riquezas del fallecido rey musulmán, lo enterró hasta la cintura cerca de la Puerta de la Boatella y lo quemó vivo… Cuenta la leyenda que el pobre Qadí se arrimaba las ascuas ardientes al cuerpo, implorando a Alá para morir más deprisa.

Ya en época de Jaume I, siglo y medio después, los Fueros del Reino de Valencia especificaban con detalle cuáles eran las penas a cumplir por los distintos delitos, la peor de las cuales era por supuesto la pena capital. La cárcel no se consideraba como un castigo en sí mismo, era sólo la espera hasta recibir el castigo apropiado. Parece ser que hasta el S.XVI la cárcel estuvo emplazada en la planta baja de la Casa de la Ciudad, el antiguo ayuntamiento junto a la Plaza de la Virgen, y que el gran incendio sufrido por el edificio en 1586 fue originado precisamente por los presos encerrados en los calabozos. Después las Torres de Serranos se convirtieron en la cárcel de los presos nobles y los reos de muerte. Las ejecuciones despertaban mucha expectación, y por eso las autoridades elevaban los patíbulos en los lugares más frecuentados, o en puntos próximos a donde habitaba el reo. Parece ser que inicialmente las horcas no eran estructuras permanentes, se elevaban sólo cuando se tenía que ejecutar a alguien. Se situaban principalmente en la Plaza del Mercado, en la puerta de la mancebía, en la Plaza de Predicadores, en la de las Cortes o bajo el puente de Serranos (en este último lugar se ajusticiaba a los mudéjares condenados a muerte, colgándolos de los pies en una argolla y con un saco de piedras atado al cuello). Más tarde se construyó un cadalso permanente, hecho de piedra y argamasa, que se ubicó en la Plaza del Mercado, frente a la Lonja (no es muy higiénico, eso de mezclar los muertos con la comida, pero estamos hablando de la Edad Media). Según las crónicas, la instalación de este patíbulo de mampostería es anterior a 1409. Allí se ajusticiaba a todo tipo de delincuentes: asesinos, parricidas, uxoricidas…

A los nobles, que eran ejecutados por decapitación, un proceso más rápido y menos indecoroso, se les elevaba el cadalso en la Plaza de la Virgen dando a la calle de Caballeros, o frente al Palacio Real, en la actual zona de los Viveros. Los autos de fe se ejecutaban también en la Plaza de la Virgen, o en la Plaza de la Almoina. Los herejes, sodomitas y demás acusados por la Inquisición eran quemados junto al río en el Paseo de la Pechina, frente a la actual Casa de la Caridad, en un lugar llamado el Quemadero. Algunos de ellos eran quemados vivos y a otros, los que se habían arrepentido públicamente de sus pecados, se les rompía el cuello por garrote vil en los instantes previos a encender la hoguera.




Ya sea por horca, degüello, hoguera, garrote o rueda, desde la Baja Edad Media hasta bien entrado el S.XVIII las ejecuciones se desarrollan como un auténtico espectáculo de masas, una interpretación dramática en la que el patíbulo es el escenario, el verdugo y el condenado los dos actores principales, y los mirones de la muchedumbre los espectadores. En algunos casos, como veremos al final de esta entrega, la coreografía era tan compleja y sofisticada que exigía que reo, verdugo y público se fueran desplazando por distintos puntos de la ciudad para realizar una serie de pasos o estaciones, a fin de dar cumplida sentencia de la pena impuesta.

Una vez pronunciada la sentencia, se le daba a ésta la máxima publicidad posible con antelación para congregar a un mayor número de espectadores. Era la figura del Trompeta la que se encargaba de dar noticia del suceso; éste se paseaba por los lugares más concurridos de la ciudad y, cuando había conseguido reunir a un buen puñado de oyentes, leía la sentencia. Como ya hemos dicho, la mayoría de ejecuciones se producían en la Plaza del Mercado, escenario de fiestas y pregones pero también a veces de violencia y muerte. Gentes venidas de todas partes de la ciudad y la huerta se congregaban cerca del cadalso. Mientras los tenderos intentaban vender sus productos a los curiosos, en torno al patíbulo se arremolinaban labradores, comerciantes, religiosos, mendigos y pillos, que a pesar de lo variopinto de sus reacciones no perdían detalle del horroroso espectáculo.




La pena de muerte, a fin de que fuese efectiva, tenía que ser pública tanto en su ejecución como en la exposición posterior del cadáver. Si no, no se entiende la exigencia de que el cuerpo del ajusticiado quedara colgando en la horca durante varias horas, o incluso descomponiéndose durante días, o que en otros casos el cadáver fuese descuartizado y los distintos miembros distribuidos por las puertas de entrada a la ciudad y los cruces de caminos, lugares todos ellos muy concurridos, como advertencia a los demás ciudadanos de que los crímenes cometidos acaban pagándose. Además, el hecho de abandonar los restos del ajusticiado a las aves y alimañas, negándole así el reposo eterno que proporciona un enterramiento cristiano, suponía un castigo adicional al de perder la Vida. Dando otra vuelta de tuerca al asunto, son de sobra conocidos los cuentos macabros sobre los restos de los ejecutados, arrojados a los caminos no sólo para pasto de bestias sino también a veces para uso de pasteleros sin escrúpulos, acabando como relleno para empanadas. Este tipo de referencias de humor negro aparecen por ejemplo en El Buscón de Quevedo y en los versos de Jaume Roig, y si se citan es porque seguramente en alguna ocasión esto ocurrió de verdad…

Las ocasionales ejecuciones eran consideradas por el pueblo como un entretenimiento más, una ocasión de olvidarse de sus propias miserias durante un par de días, hasta el punto de que para algunos lo de menos era el saber si el condenado era o no culpable. A veces las sentencias de muerte se incluían en el programa de los distintos festejos: en 1488, por ejemplo, el Rey Fernando el Católico visitó la ciudad con la finalidad de clausurar las cortes, y Valencia le ofreció un espectáculo justiciero en el que sentenciaron a nueve personas a la pena capital por robo. Lo mismo sucedió años más tarde con su nieto el Emperador Carlos: se quemó entonces a trece hombres y mujeres, y poco después, tras la comida, el Emperador, los Duques de Calabria y Gandía y otras ochenta personas jugaron a cañas en la Plaza del Mercado… La sentencia múltiple no había sido más que una parte del espectáculo.

En resumen, los cuerpos atormentados y mutilados de los reos se convertían no sólo en advertencia a sus congéneres sino también en motivo de diversión y válvula de escape para una sociedad asfixiada por los impuestos y azotada a menudo por el hambre, la peste y las guerras… Las ejecuciones medievales son el equivalente a los espectáculos de muerte del Circo Romano, muy frecuentes un milenio atrás; y, salvando las distancias, podríamos decir que algo de todo esto queda hoy en día con el morbo fácil de los asesinatos y las tragedias televisadas casi en directo desde todos los puntos del planeta.




Como decíamos antes, inicialmente la justicia establecía que los cadáveres quedaran expuestos hasta su descomposición para escarnio y ejemplo, siendo luego enterrados en el cementerio de la Iglesia de los Santos Juanes, junto a la misma Plaza del Mercado, pero esa costumbre era claramente insalubre y antihigiénica, por lo que ya a finales del S.XIV se decidió trasladar los cuerpos al llamado Cementerio de los Ajusticiados, en Tavernes Blanques, cerca del Barranc del Carraixet, en un lugar de paso bastante frecuentado pero lo suficientemente alejado de la ciudad. Aquí volvían a colgarse los cuerpos en una siniestra ceremonia y quedaban nuevamente expuestos y a merced de los elementos y las alimañas durante un tiempo, para ser posteriormente enterrados. La Cofradía de Nuestra Señora de los Santos Inocentes y Mártires se encargaba de asistir a los condenados antes de la ejecución y de dar sepultura a sus cuerpos después. La exposición de los cadáveres dejó de practicarse en 1790, pero la pena capital siguió vigente, y hasta bien entrado el S.XIX se siguió enterrando aquí a los ajusticiados. Hace ya casi dos siglos que nadie es sepultado en este lugar, pero la Cofradía sigue existiendo y sus miembros se encargan del mantenimiento del jardín del cementerio y de sufragar misas en recuerdo de los que aquí reposan, en la Ermita de la Virgen de los Desamparados.




Y si los cofrades se encargaban de la piadosa tarea de enterrar a los criminales, había ciertas sentencias que requerían precisamente desenterrar a las víctimas como parte de la pena. Se trataba de los uxoricidas y parricidas, personas que habían matado a su padre, madre, esposo o esposa. En estos casos la condena exigía que previamente a la ejecución el muerto fuera colocado sobre el vivo y viceversa, con las bocas juntas, lo que obligaba a llevar al reo al cementerio, donde se cumplía con tan macabro ritual. Por ejemplo, se cuenta el caso de un tal Riudaura que en marzo de 1453 mató a su mujer, a su padre y a su madre, junto con sus suegros y cuñada, envenenándolos a todos: lo introdujeron vivo en el sepulcro de su padre y en el de su madre antes de colgarlo.

Pero el relato más escalofriante de todos los que he podido consultar en este apartado es el de un tabernero que mató a su mujer en 1527, siendo condenado a muerte. Para ello le dieron el paseo acostumbrado (es de suponer que maniatado) desde la cárcel al patíbulo, pero haciendo escala primero en la Iglesia de Santa Catalina, en cuyo cementerio estaba enterrada su mujer desde hacía tres o cuatro días. Una vez allí, y en medio de una gran expectación, sacaron a la mujer del sepulcro, colocándola en el suelo con la cara descubierta, y tumbaron al tabernero sobre el cadáver, boca con boca. Luego los colocaron en la posición inversa: él tumbado en el suelo y el cadáver de ella justo encima. El condenado no lo pudo soportar más y comenzó a gritar, clamando misericordia a Dios y pidiendo perdón a su mujer y a todos los allí presentes… Luego, y seguramente con gran alivio del reo, lo ahorcaron.

La próxima semana, continuando con la búsqueda de respuestas al enigma de las muescas, desvelaremos más detalles acerca del verdugo de la ciudad de Valencia, quién era, de qué tareas se encargaba exactamente y cuáles eran sus tarifas; y nos centraremos en algunas ejecuciones famosas acontecidas en nuestras plazas a lo largo de los siglos, acercándonos poco a poco al momento presente. Perdonad el chiste malo, pero… ¡se suspende la sesión!



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