lunes, 28 de marzo de 2016

Por Amor al Arte (I)


Hoy quiero detenerme a relatar un episodio de la Guerra Civil Española que tal vez muchos de vosotros desconozcáis: se trata del salvamento del tesoro artístico nacional por parte de la República. Pocos días después del alzamiento nacional en julio de 1936, y tras varios incidentes en los que resultaron destruidas obras de arte religiosas en distintas iglesias y palacetes, el legítimo gobierno republicano, y más concretamente la Alianza de Intelectuales Antifascistas, creó la Junta de Protección del Patrimonio para evitar que se produjeran más incendios y actos de saqueo que afectasen al patrimonio artístico y cultural del país.




Con el paso del tiempo el frente de batalla se fue acercando a Madrid, y el gobierno republicano empezó a plantearse la posibilidad de evacuar el tesoro artístico de los principales museos madrileños y poner los cuadros y esculturas más importantes a salvo de los bombardeos de las aviaciones alemana e italiana, que tenían como objetivo, entre otros, el Hotel Savoy, justo enfrente del museo de El Prado. El cartelista valenciano Josep Renau era por entonces el Director General de Bellas Artes y se encargó de las tareas de coordinación. De este modo se produjo a lo largo de varios meses, a partir de noviembre de 1936, el traslado de las obras de arte a Valencia, una zona más alejada del combate.

Fueron un total de casi dos mil cajas, cuidadosamente embaladas para proteger los cuadros de los golpes, la lluvia o la humedad, transportadas por unos veinte convoyes de camiones militares (recurso, por cierto, muy necesario en aquella época en Madrid para otros menesteres). Cada viaje de trescientos cincuenta kilómetros entre ambas ciudades se hizo a una velocidad media de 15 km/h, con una duración total de veinticuatro horas. Aparte de los innumerables controles en el camino, los convoyes tuvieron que superar multitud de dificultades: se intentaba viajar de noche y con las luces apagadas, para evitar ser objetivo de los aviones que sobrevolaban la zona, y en algunos túneles y puentes cubiertos como el de Arganda hubo que descargar los cuadros grandes, que no pasaban por altura, y transportarlos con rodillos o a pulso.




Las cajas estuvieron un tiempo en Valencia, por entonces sede del gobierno republicano, almacenadas en la planta baja de las Torres de Serranos y en la Iglesia del Patriarca. El arquitecto de El Prado, José Lino Vaamonde, se encargó de acondicionar los edificios, convirtiéndolos en dos auténticos bunkers, con distintas capas de hormigón armado, cáscara de arroz, tierra suelta y sacos terreros, aparte de las propias bóvedas de los edificios, para proteger la obras de cualquier bombardeo. El tesoro artístico estuvo aquí hasta finales de 1937, y posteriormente, huyendo de la destrucción que se acercaba a nuestra ciudad por el avance de las tropas de Franco, pasó primero a Barcelona y luego a los castillos de Perelada y San Fernando en Figueres y a la mina de talco de La Vajol, a doscientos cincuenta metros de profundidad.

En este periplo hacia el norte las cajas acompañaron en todo momento al gobierno de la república, que se vio cada vez más acorralado hasta su práctica disolución al llegar a la frontera con Francia. En aquel momento el pintor Timoteo Pérez Rubio era el responsable del tesoro artístico, y a pesar del caos reinante, y aun sabiendo que habían perdido la guerra, se esforzó al máximo para que las obras salieran de España a salvo. Las famosas Cajas Españolas de las que todo el mundo hablaba ya, patrimonio no sólo de España sino del Mundo entero, pasaron en febrero de 1939 a Perpiñán, y desde allí viajaron en tren a Ginebra. Cuando Suiza reconoció oficialmente al gobierno de Franco los republicanos no tuvieron más remedio que ceder la custodia de las obras a los nacionales. En agradecimiento por su labor, a Pérez Rubio y a su equipo se les ofreció el perdón a cambio de jurar lealtad a los vencedores y compartir con ellos sus amplios conocimientos en la materia, perdón que él rechazó, junto con algunos compañeros que prefirieron también el exilio antes que agachar la cabeza.




El nuevo régimen de Franco acordó con Suiza que los cuadros se exhibieran en Ginebra, en una exitosa exposición que duró tres meses, y justo entonces, en verano del 39, Hitler invadió Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial. Ante el riesgo de que el caos se extendiera desde el norte, se aceleraron las gestiones para traer las obras de vuelta a España. En este caso fue el muralista catalán Josep Maria Sert, enviado por el gobierno franquista, el que con sus esfuerzos consiguió que, tres años después de su salida, las cajas retornasen a Madrid en tren. Gracias a la gran labor realizada por los especialistas del gobierno republicano volvieron todas las obras sin faltar una sola, y además en muy buen estado de conservación. Los estudiosos a nivel internacional consideran que éste es el tesoro artístico más grande y valioso que se haya transportado jamás de una sola tacada.

Hasta aquel momento la recomendación en cuanto al patrimonio pictórico y escultórico en caso de conflicto bélico era la de mantener las obras en su lugar y tratar de protegerlas in situ, pero lo acertado de las decisiones tomadas en el caso español hizo que se cambiaran los protocolos de actuación en otros países europeos, y que se dieran casos similares de evacuación de arte, a menor escala, durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en el seno del régimen franquista este episodio fue inicialmente silenciado, y hubo quien incluso acusó a los republicanos protagonistas de haber intentado sacar un beneficio personal con las obras, cuando lo cierto es que Timoteo Pérez Rubio y sus compañeros se quedaron tirados en Ginebra sin patria a la que volver y sin un duro en el bolsillo… No fue hasta muchos años después que se reivindicó la labor de estas personas, auténticos héroes que comprendieron que salvar el Arte, la Belleza, era una prioridad aun a riesgo de perder sus propias vidas.




Si queréis conocer más detalles de toda esta historia os recomiendo que veáis Las Cajas Españolas, un documental dramatizado muy interesante rodado en 2004 por Alberto Porlan. La semana que viene seguiremos hablando de Arte en tiempos de guerra, pero dejaremos atrás Madrid y Valencia y la contienda española y nos trasladaremos al norte, a ciudades como Berlín y París, bajo el dominio de Adolf Hitler.

martes, 22 de marzo de 2016

Desde El Otro Lado (II)


La semana pasada os hablé de mis juergas de juventud con mis amigos rockeros, y de cómo intentaron sin éxito arrastrarme a su mundo de pecado y borracheras, y os comenté que durante mi época universitaria repartí mis salidas de fin de semana entre los del grupo de rock y los colegas de la facultad, que en su mayoría eran abstemios como yo. Después me estuve moviendo bastantes años en el entorno de la Sociedad Tolkien, en la que mis mejores amigos tampoco eran muy dados al consumo de alcohol. A esta época pertenece mi relación sentimental más estable, y he de decir que mi ex tampoco bebía, aunque en alguna ocasión aislada la vi tomar una copa de vino o un vaso de cerveza… De hecho, ahora que lo pienso me doy cuenta de que muchas de las mujeres que más me han atraído eran no bebedoras, es un detalle que valoro positivamente.




Por tanto, durante mucho tiempo no volví a ver a ningún amigo mío pillando una borrachera… hasta hace relativamente poco. En estos últimos años he tenido más contacto con los compañeros del 15-M y con la gente del Aula de Cine, y he de reconocer que en ambos grupos he visto en alguna ocasión a gente (no a todos, ojo, sólo a algunos) pillando el puntito, o directamente una cogorza, aunque por razones distintas: en el primer caso, porque intentar arreglar el Mundo, tal y como está, estresa bastante, la verdad; y en el segundo, porque los chicos y chicas del Aula de Cine son algo más jóvenes y sencillamente les falta un hervor.

Tal y como os prometí en la primera entrega, os explico el origen del título… Durante una temporada algunos de los miembros más noctámbulos de mi círculo del 15-M nos reuníamos en algún piso hasta las tantas de la madrugada para escuchar música y charlar, y exceptuándome a mí los demás le daban bastante al levantamiento de jarra… Se da el caso de que, igual que me ocurría bailando en el Errol Flynn, el Welcome o La Marcha, cuando los demás empinaban el codo y se desinhibían yo, por algún tipo de empatía social, perdía también la vergüenza y no me importaba hablar con ellos a corazón abierto de asuntos que en otra situación habrían sido delicados e incómodos de tocar… Recuerdo algunas veladas maravillosas, y bastante surrealistas también, conversando de manera totalmente natural sobre temas bastante íntimos o subidos de tono, y recuerdo también que una de mis amigas (que a pesar de ser algo borrachilla siempre me ha parecido muy sexy) trataba siempre de hacerme sentir culpable diciendo que, por mucho que lo intentara, jamás llegaría a comprenderla del todo a ella ni a sus amigos beodos si no me emborrachaba yo mismo, si no atravesaba esa barrera invisible que seguía separándome de ellos… si no pasaba, en definitiva, a El Otro Lado. El uso de esta expresión se convirtió en una broma recurrente que asomaba a nuestras conversaciones de vez en cuando…




Pues lo siento mucho, pero yo estoy muy a gusto en este lado. Entiendo que pueda haber gente con mala suerte en la vida cuyos problemas sean tan gordos que necesite beber para olvidarlos por un rato, pero me parece que en la mayoría de los casos el emborracharse no es más que una excusa para no tener que enfrentarse a unos problemas que en realidad no son para tanto. Por eso siempre he pensado que beber hasta perder el control es un signo de debilidad… ¿Cómo vas a confiar en una persona que ni siquiera confía en sí misma para resolver sus propios conflictos? Es algo que cae por su propio peso.

Si la semana pasada hablábamos de cómo se suele asociar el hecho de quedar a charlar con beber algo, en el caso de salir a bailar por ahí esta asociación es prácticamente inevitable… Por eso se me hace cada vez más cuesta arriba lo de ir en plan discotecas con mis amigos más jóvenes. Me sigue encantando moverme al ritmo de la buena música, y todavía hoy soy capaz de darlo todo en la pista si el estilo que pinchan conecta con mis gustos, pero me da rabia ver cómo la gente joven no sale para bailar sino para beber hasta emborracharse y acabar haciendo el capullo; es algo que me molesta bastante, y creo que a medida que pasan los años soy cada vez más incapaz de disimularlo… En ocasiones algunas personas concretas de estos grupos de amigos no se han sentido muy cómodas cuando les he comentado que me apetecía ir con ellos a bailar, pero no es porque se avergüencen de mí, sino más bien al contrario: se avergüenzan de ellos mismos y de las cosas que hacen cuando están borrachos, y no quieren que las vea alguien que no vaya ciego como ellos (de nuevo esa barrera invisible de la que hablábamos antes).




De hecho, en algún caso he sido yo el que ha dejado de preguntar acerca de las salidas nocturnas porque se me han quitado las ganas, después de un par de veladas inolvidables (por embarazosas) en este último año… Da un poco de lástima ver a esta gente en la flor de la Vida, que en otras circunstancias es muy maja, cambiando completamente cuando salen de noche… Empiezan a pedir cervezas, chupitos, gin-tonics y cubatas hasta que pierden el control de sus actos. Como ya he dicho, no salen por bailar, ni por la música, ni por la conversación (al menos no esos días en concreto), sino para olvidar el hecho de que no tienen ni idea de qué va todo esto, no controlan la situación, no entienden para qué diablos estamos aquí… No le encuentran sentido a la Vida y se rinden ante el difícil reto de descubrirlo. Intentan vencer sus inseguridades a base de alcohol y de amnesia voluntaria, pero el olvido no es la respuesta… Cerrar los ojos no va a hacer que los problemas ya no estén ahí cuando vuelvas a abrirlos.

Y no mencionemos los efectos del alcohol en la búsqueda de afecto: es de vergüenza ajena ver a mis amigas ligando descaradamente con el primero que pasa por su lado en la discoteca, saltando de oca en oca totalmente bebidas sin saber ni siquiera a quién abordan o por quién se dejan abordar. ¿Esperan encontrar al amor de su vida conversando borrachas por encima del estruendo de la música con el primer chico escogido al azar y que parecía mínimamente guapo en la oscuridad de la sala? (Por no mencionar que algunas de ellas se han quitado las gafas para estar más atractivas, lo que hace que vean aún peor…) Estoy seguro de que al día siguiente, con el dolor de cabeza de la resaca, se arrepienten de haberlo hecho. Y sin embargo lo volverán a repetir otra vez, y otra, y otra más, hasta que llegue un día en que finalmente (espero) comprendan que ésa no es la solución.




Ya en varias ocasiones hemos hablado en el blog de cómo la Belleza del Universo que nos rodea radica en su gran complejidad, y de que es imposible describirla o cuantificarla mediante un único parámetro… Y sin embargo hay por ahí mucha gente a la que le da pereza aceptarlo, y con tal de no pensar demasiado se empeñan en simplificar más de la cuenta, midiéndolo todo en función de un solo número. Por ejemplo, están aquellos que viven obsesionados con el dinero y que sólo saben ver el precio de las cosas o el sueldo de las personas; éstos no hacen más que adorar a un gran monolito de oro, un falso ídolo sin forma definida, sin complejidad ni Belleza… Pero no son mejores los que se emborrachan hasta perder la noción de quiénes son ni dónde están, ya que ésos practican el culto al dios del olvido, a la oscuridad, a la nada, adoran ciegamente un gigantesco pedestal vacío.

Esto me lleva al último grupo de amigos del que quiero hablaros: recientemente me he movido en el mundillo de las charlas sobre escepticismo y pensamiento crítico, en las que afortunadamente los asistentes no se dedican a pillar merluzas… Seguramente será porque se han informado sobre el asunto, han sopesado los pros y los contras y han tomado la decisión más sabia al respecto. James Randi es uno de los principales valedores de la causa escéptica, y hay un par de reflexiones suyas acerca de este tema que me permito hacer mías también: adoro el Mundo en el que vivo, y quiero ser tan consciente de él como pueda, sin que en el proceso se vea nublada en ningún momento mi capacidad de razonamiento; por eso no tomo alcohol ni drogas, ni nada que pueda engañar a mis sentidos… Tal vez por haber tomado esta decisión me esté perdiendo otras experiencias, pero yo lo prefiero así. Quiero tener los ojos bien abiertos para no perderme ni un solo detalle de la compleja Belleza que me rodea.




Una vez dicho esto, tiene bastante guasa que los escépticos realicen sus charlas mensuales precisamente en un pub irlandés, entre pintas de cerveza… Vaya por delante el hecho de que la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico recomienda siempre la moderación en el consumo de alcohol, pero es verdad que los organizadores animan a los asistentes a pedir algo de beber para compensar al dueño, que nos presta amablemente el local. Yo, sin embargo, y como ya os podréis imaginar, no pido nada; prefiero agradecer a los conferenciantes su esfuerzo en la preparación de las charlas con preguntas y comentarios interesantes para animar el coloquio posterior… Los compañeros de Escépticos en el Pub ya me conocen bien y no me han puesto ninguna pega al respecto.

En general en todos los círculos sociales en los que me he movido mis particularidades (mis rarezas, por así decirlo) han despertado al principio alguna que otra pregunta o mirada de extrañeza, pero a la larga han acabado aceptándose como algo normal, como parte de mi forma de ser. De cada uno de estos grupos conservo algunos amigos a los que sigo viendo de vez en cuando, y todos ellos han aprendido a apreciarme y quererme tal y como soy. Por eso os animo a que no os dejéis arrastrar por la presión social y seáis en todo momento vosotros mismos, a que no renunciéis a aquello que os hace únicos, auténticos y originales, aunque al principio os resulte difícil conseguirlo; os aseguro que a la larga vale la pena. Cada vez que renuncias a lo que de verdad te pide el cuerpo y atraviesas la barrera invisible que lleva a El Otro Lado, el lado de la mayoría, has de ser consciente de que estás dejando atrás un pequeño pedacito de ti mismo, un pedacito que podría acabar siendo útil no sólo para ti sino para algunos de los que te rodean, que a lo mejor quieren salir también del rebaño a su propio estilo y todavía no se han dado cuenta… Y con esto acabo ya, no sin antes dar un último dato que no extrañará a nadie: tampoco fumo, por supuesto… pero ése es ya otro tema que puede dar para una entrada distinta. Otro día, si os apetece, quedamos a tomar algo y hablamos de ello.



martes, 15 de marzo de 2016

Desde El Otro Lado (I)


Jamás en la vida me he emborrachado. Creo recordar que cuando era muy joven probé un par de sorbos de cerveza y otro par de vino y no me gustaron, me supieron amargos, así que me aficioné a no tomar bebidas con alcohol. Sé que si se bebe con moderación no pasa nada, pero también sé que a la larga no es bueno para la salud si se hace en exceso, aparte de que al hecho de emborracharme, como veremos más adelante, no le encuentro más que inconvenientes. Sí me gustan las bebidas espirituosas cuando son dulces, pero en cualquier caso en cantidades pequeñas: un chupito al final de una cena con amigos, o un dedito de mistela muy de vez en cuando. De hecho, la semana pasada sin ir más lejos estuve compartiendo unos sorbitos de limoncello con una buena amiga mía y me supieron a gloria bendita.

Suelen preguntarme a menudo por qué no bebo alcohol, y tengo preparadas en la recámara un par de respuestas graciosas que utilizo en esos casos: a veces bromeo diciendo que me basta una coca-cola sin desventar para que el gas se me suba a la cabeza (Por cierto, que no es que se me suba, pero tampoco me gusta el gas; cuando no hay refrescos como nestea o trinaranjus disponibles, y si estoy entre amigos, opto por revolver un poco de coca-cola con una cuchara para quitarle las burbujas). En otras ocasiones juego al despiste, confundiendo a propósito las palabras “abstemio” y “amnésico”, y le explico a la gente que si bebo alcohol luego no me acuerdo de nada (Y aunque lo comento siempre en plan de broma, la última afirmación es una verdad como una casa: igual que hay gente que bebe para olvidar, yo elijo no beber porque quiero estar siempre bien despierto… La semana que viene hablamos más de ello).




Otro tema relacionado con éste es el de mi elección personal de no pedir normalmente nada de beber cuando salgo con amigos no para comer o cenar, sino simplemente para charlar un rato a media tarde. No acabo de entender por qué es necesario ir a una terraza o a un bar (que a veces puede ser bastante incómodo por el ruido) habiendo muchos otros sitios agradables para hacerlo, como plazas, parques o el cauce del río, pero es lo socialmente aceptado y se da por sentado, hasta el punto de que ya no se habla de quedar a charlar, sino de quedar “a tomar algo”. La verdad, no me extraña que sólo en Andalucía haya más bares que en Irlanda, Dinamarca, Finlandia y Noruega juntas. Estoy seguro de que mucha gente se acostumbra a beber sin tener realmente ganas sólo por imitación, por no sentirse diferente, o por tener las manos ocupadas mientras habla. A mí lo que me interesa es la compañía, la conversación; lo que quiero beber es sabiduría de mis amigos… Además, tengo la costumbre de no gastar por gastar si no es necesario, de no sentar precedentes aquí y allá aunque las cantidades sean pequeñas, ya que cuanto más te acostumbras a gastar más dependiente eres del dinero, y eso te quita Tiempo y por tanto Libertad (más adelante trataremos este tema con calma en el blog).

En estos casos en los que se sale “a tomar algo”, los que no queremos dejarnos llevar por la corriente tenemos que superar más de un obstáculo: no sólo está el trámite de decir amablemente al camarero “yo no quiero nada, gracias”, sino que después, en algunas ocasiones, se produce el inesperado momento del brindis en el que te toca coger un servilletero de metal o un cuenco lleno de cacahuetes para poder participar, o bien quedarte discretamente al margen… Son pequeños detalles, sí, pero a veces te hacen tener la sensación de que existe una barrera invisible que te separa de los demás.




No sé si os he comentado alguna vez que durante mis últimos años de colegio toqué en un grupo de hard rock… Bueno, en aquella época aún no era demasiado hard, y además yo tocaba los teclados, así que era el menos hard del grupo. Al entrar en la Universidad, y por falta de tiempo para ensayar, dejé la formación, pero seguía saliendo con ellos muchos fines de semana (Esto no viene a cuento aquí, pero con el tiempo llegaron a ser muy buenos, verdaderamente hard, y a tocar varias veces de teloneros de Extremoduro… otro día podemos hablar de ello, si queréis). Solíamos frecuentar un pub junto al estadio de Mestalla, muy cerca del bar de Manolo el del Bombo, que se llamaba Errol Flynn, y yo bailaba como el que más al ritmo de Rage Against the Machine o de Metallica sin necesidad de tomar alcohol, hasta el punto de que el dueño del local me conocía como “el que más bebe y el que menos baila”. Siempre he sabido ir a tope sin drogas; debe ser que me caí en la marmita de la juerga cuando era pequeño y ya no necesito poción mágica para pasármelo bien.

Más de una vez mis compañeros del grupo intentaron convencerme para que bebiera alcohol con ellos, sin conseguirlo, y a veces incluso tuve que enfadarme un poco ante la insistencia, pero al final se acostumbraron a que yo era diferente y creo que me gané su respeto por ser fiel a mis principios, aunque no fuesen los mismos que los suyos. Yo estaba allí porque compartía con ellos mi pasión por la buena música, y no quería aceptar el resto del paquete que venía incorporado con el cliché de rockero: ni el peinado, ni la ropa, ni la bebida. Con el transcurrir de los años seguí pasándomelo muy bien con ellos en distintos locales nocturnos, como el Welcome, en la zona de Na Jordana, y más adelante La Marcha, muy cerca de la Calle Caballeros…




Los fines de semana durante mi etapa universitaria compaginé las salidas con los del grupo y las quedadas con mis amigos de la facultad, que al tema bebida le daban bastante menos. Después me estuve moviendo bastante tiempo en los círculos de la Sociedad Tolkien, que tampoco es muy dada al consumo de alcohol, así que durante años no volví a ver a ningún amigo mío emborrachándose de verdad… hasta hace relativamente poco. La semana que viene hablaremos de mis experiencias más recientes con amigos bebedores y explicaremos el porqué del título de la entrada.