lunes, 6 de julio de 2015

Muescas (II)


Antes de seguir hablando de ejecuciones en la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, dejadme aclarar que no todo iba a ser matar gente; por supuesto, había otros muchos tipos de penas para los delincuentes además de la capital: talión, infamia, destierro, pecuniaria (es decir, monetaria), privación de oficio, vergüenza pública, azotes, mutilación, galeras… En los casos poco graves las penas que se imponían eran básicamente castigos corporales, y el más habitual de todos eran los azotes al reo mientras se le llevaba por calles y plazas, encima de un asno o corriendo delante del verdugo, o en otras ocasiones simplemente atado a un poste. Por ejemplo, en la actual Plaza del Doctor Collado había una picota en la que el almotacén propinaba los azotes a los comerciantes deshonestos que, desobedeciendo los consejos de las inscripciones de la Lonja, habían hecho trampas en el mercado. Dependiendo del tipo de delito, los reos podían recibir entre cien y trescientos azotes. A veces ni siquiera era necesario recurrir a los castigos corporales; por ejemplo, a los culpables de adulterio bastaba con hacerlos correr por las principales plazas de la ciudad, desnudos y expuestos a la vergüenza pública.




Y sigamos con cosas un poco más serias. La semana pasada ya mencionamos por encima las distintas formas de ajusticiar a los reos. La decapitación, dentro de lo malo, era casi un trato de favor reservado sobre todo a los nobles, una muerte rápida e indolora si se hacía bien, y normalmente había un ataúd bien cerca para meter lo antes posible las dos partes del cuerpo y darles cristiana sepultura. Era costumbre que los aristócratas ajusticiados mantuviesen la compostura dentro de lo posible, e incluso que diesen un pequeño discurso de despedida antes de proceder a la decapitación. El segundo método por orden de eficiencia era el garrote vil; aunque originariamente se trataba de un garrotazo de verdad en la cabeza, con el paso de los años evolucionó a algo supuestamente más civilizado, aunque no creo que se le pueda llamar así… Al reo, atado a una silla, se le inmovilizaba la cabeza y se le atornillaba una gruesa vara de metal, partiéndole la médula a la altura de la nuca. Si el verdugo tenía experiencia era algo bastante rápido, pero si lo hacía alguien con poca pericia o con escasa fuerza corporal podía convertirse en una lenta agonía de veinte o treinta minutos entre estertores.

La horca tal y como se usaba hace cuatro, cinco o seis siglos era sin trampilla y no tenía mucha distancia de caída, con lo que la muerte era por asfixia y por tanto más lenta y dolorosa; éste fue con diferencia el método más utilizado en nuestra ciudad en los primeros siglos desde la Reconquista. Y por último estaba la hoguera, una de las peores maneras de morir… Otro de los posibles procedimientos era el de quemar en efigie, y consistía en quemar un muñeco, cuando el condenado estaba desaparecido, huido o ya muerto. En ocasiones, cuando se condenaba a alguien ya fallecido, se podían desenterrar sus restos o sus huesos para quemarlos; era una manera de someter a su alma a un castigo, aunque ya no quedase vida dentro de su cuerpo.




Aunque en otros países el oficio de verdugo era respetado e incluso les aplaudían al acabar su trabajo, en la Corona de Aragón y más tarde en España era algo muy mal visto. El verdugo, también conocido como Botxí o Morro de Vaques, era funcionario del municipio, que le proporcionaba una vivienda. Solía ser un forastero con pocas vinculaciones familiares en la ciudad, vivía con cierto aislamiento y en su vida diaria se le obligaba a llevar siempre puestos unos guantes de cuero y a usar una vara para señalar aquellos objetos que no le estaba permitido tocar, por ejemplo al hacer la compra en el mercado. Además de ejecutar las sentencias, se encargaba de otras tareas como alquilar el asno para trasladar al condenado, montar el patíbulo, conseguir leña para la hoguera, trasladar y montar los instrumentos de tortura…

Aparte de cobrar una cantidad fija, el verdugo tenía tarifas dependiendo de la tarea a realizar. En un documento de 1388 se especifican estas tarifas para el Morro de Vaques de la ciudad de Valencia: por descuartizar, 33 sueldos; por repartir los miembros por los caminos, 11 sueldos; por quemar en la hoguera, 22 sueldos; por quemar en efigie, 11 sueldos; por ahorcar, 11 sueldos; por llevar al ahorcado al Carraixet (al Cementerio de los Ajusticiados), 11 sueldos; por descolgar al ahorcado, 11 sueldos; por azotar y por la bestia de carga, 6 sueldos y 3 dineros; por cortar las orejas, 11 sueldos; por cortar una mano, 5 sueldos y 6 dineros; y por cada tormento aplicado, 5 sueldos y 6 dineros.




Hagamos ahora un recorrido por la historia de la ciudad para enumerar algunas ejecuciones célebres… Podemos empezar hablando de la Guerra de la Unión, un enfrentamiento entre el pueblo de Valencia y Pere IV el Cerimoniós, en los años 1347 y 1348. El Rey llevaba a cabo frecuentes campañas militares que requerían la recaudación de muchos impuestos; esto, unido al carácter autoritario de la política monárquica y a una crisis agraria agravada aún más en 1347, cuando comenzó a extenderse por todo el territorio la Peste Negra, fue lo que originó la revuelta. El movimiento fue iniciado por la ciudad de Valencia, que poco a poco fue convenciendo a las demás poblaciones del Reino a sumarse. En diciembre de 1347 estalló una guerra abierta, y los frecuentes consejos se convocaban mediante el repique de la llamada Campana de la Unión, que se había colocado a tal efecto en la Casa de la Ciudad.

Los primeros éxitos en las batallas fueron para la Unión, y poco después el propio monarca caía prisionero en manos de los unionistas. Durante el tiempo que duró su cautiverio en Valencia, entre abril y mayo, el Rey fue víctima de los más variados abusos por parte de sus súbditos rebeldes; por ejemplo, Joan Sala, el líder de la revuelta, le obligó a bailar delante del pueblo para ponerlo en ridículo. Sin embargo, la llegada de la Peste Negra a las murallas de Valencia hizo que los unionistas, temerosos de que ésta acabara con la vida del Rey, lo liberasen, habiendo negociado previamente una serie de condiciones… condiciones que el Ceremonioso incumplió, por supuesto. El 10 de diciembre de 1348 el Rey entraba triunfante en la ciudad, sofocando la revuelta. La represión del movimiento unionista no se hizo esperar: los ajusticiamientos de veintidós de sus principales dirigentes se realizaron en ocasiones de forma sumamente cruel. A Joan Sala, por ejemplo, se le condenó a beber el bronce fundido de la Campana de la Unión.




Precisamente en la esquina de la calle de la Unión con la calle Navellos, en la Plaza de San Lorenzo, estaba la sede de la Inquisición, aunque no se llevaban a cabo ejecuciones en la plaza (al menos que a mí me conste). Fue derribada hace ya mucho Tiempo, y el edificio construido actualmente en su lugar pertenece a la familia Trénor. En Valencia la Inquisición comenzó a actuar durante las últimas décadas del S.XV, llegando el primer inquisidor, el dominico Joan Epila, a la ciudad en agosto de 1484. Esta orden se jactaba de no derramar sangre, de no matar personalmente, aunque el porcentaje de penas capitales en sus juicios era bastante alto. Los jueces eclesiásticos entregaban a sus condenados a muerte a la justicia ordinaria para que ésta ejecutara la pena, y así no se ensuciaban las manos. La cárcel de la Inquisición, o cárcel de San Narciso, estaba bastante cerca de San Lorenzo, en la Plaza de la Penitencia, detrás de las actuales Corts.

Aparte de sobre judíos, moriscos y erasmistas, el rigor de los inquisidores recayó principalmente sobre herejes y homosexuales, que según los Fueros tenían reservada la pena de muerte en la hoguera. En particular los homosexuales (o sodomitas, como se les llamaba) fueron perseguidos con saña, y muchos de ellos huyeron de Valencia ya en 1452, tras la quema de cinco de sus compañeros. A veces era el mismo populacho el que reclamaba estos “pecadores” a las autoridades para poder ajusticiarlos por su cuenta y riesgo, o incluso se los arrebataba de las manos a la fuerza, como sucedió en 1519 tras otro funesto período de peste… El pueblo se convertía así en algo más que un mero espectador pasivo a la hora de administrar “justicia”.




Una de las fuentes de información más interesantes acerca de la vida en nuestra ciudad en su época de mayor esplendor es el Dietari del Capellà d’Alfons el Magnànim, heterogéneo conjunto de textos dividido en cuatro partes. La compilación de estos textos, así como la autoría de gran parte de ellos, se atribuye a Melchor Miralles, que fue sacristán en Valencia en la segunda mitad del S.XV. Gracias a esta crónica sabemos que el 28 de julio de 1460, un día soleado y caluroso, se produjo un ajusticiamiento bastante peculiar. Se ahorcaba al hijo de un notario de Mallorca cuyo nombre al nacer había sido Miquel Borràs. Sin embargo, era un hombre que se sentía mujer, se comportaba como tal y vestía como tal, llamándose a sí misma Margarida. Tras el tormento inquisitorial de rigor, en el que delató a algunos de sus compañeros, fue ahorcada llevando una camisa de hombre, bien corta y sin ropa interior debajo, para que mostrara sus vergüenzas y se viera de forma clara que, fisiológicamente al menos, era un hombre. Lo más probable es que Melchor Miralles asistiera a la ejecución y tomara nota detallada de la misma, llegando así hasta nuestros días el nombre de Margarida, que en los últimos años ha recibido algunos homenajes por parte del Colectivo LGTB de Valencia. En su día, sin embargo, tras la tortura y la humillación en la Plaza del Mercado, su cuerpo sin vida fue abandonado tristemente en una fosa común.




En 1599 se derribó el cadalso de mampostería del mercado, ya que con motivo de los festejos celebrados por la boda de Felipe III y la Archiduquesa de Austria se colocó en este lugar un arco triunfal. Después se construyó un nuevo patíbulo, que es el que se aprecia en el mapa de la ciudad confeccionado en 1608 por Antonio Mancelli, y que se demolió de nuevo en 1622 para el fastuoso recibimiento del Rey Felipe IV. A partir de esta fecha la horca se alzaba únicamente cuando se ajusticiaba a alguien, y por eso en el mapa del padre Tomás Vicente Tosca, de 1704, ya no aparece el patíbulo en la Plaza del Mercado.

La próxima semana, en la última entrega de esta entrada, mencionaremos a algún otro condenado célebre, pero antes de acabar por hoy quería centrarme en el número de ajusticiados en la ciudad y su evolución con el paso del Tiempo… He encontrado datos bastante detallados para el S.XVII según los cuales en la primera mitad del siglo había unas quince ejecuciones anuales en promedio, sobre todo en la horca y por delitos de bandolerismo o asesinato, bajando a unas cinco ejecuciones anuales en la segunda mitad. En el S.XVIII parece ser que hubo en total cincuenta y una penas capitales, casi todas por horca o garrote. No he podido conseguir datos para siglos anteriores al XVII, pero es casi seguro que había más de quince condenas a muerte anuales; por ejemplo, sólo entre 1522 y 1538 se le atribuyen a la Virreina Germana de Foix hasta ochocientas ejecuciones en su estrategia de represión del movimiento agermanado, aunque esta cifra no está confirmada. Como es lógico, a medida que pasan los años se va imponiendo el sentido común y las penas capitales contabilizadas disminuyen poco a poco, el número de muescas en estas macabras estadísticas se va haciendo cada vez menor… Y hablando de muescas: la semana que viene llegaremos a finales del S.XX, momento en que se abolió la pena de muerte en España, y os propondré una nueva y sorprendente teoría que podría dar explicación a las muescas de la Puerta de la Almoina.

 
 

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