lunes, 26 de mayo de 2014

Caminos de Hierro (II)

¡Vaya, se nos ha acabado la horchata! De modo que sorbamos un par de veces más con la pajita para tratar de aprovechar las últimas gotas, abandonemos el vestíbulo y entremos a la Estación del Norte propiamente dicha, a la zona en la que los pasajeros esperan a que llegue su tren para acceder a los andenes. Es un espacio enorme cubierto por una marquesina de uralita que descansa sobre una estructura de hierro muy innovadora en su época, construida en Madrid y traída pieza a pieza. Con 750 toneladas de peso y 200 metros de largo por 45 de ancho y 25 de alto, esta cubierta era en el momento de su inauguración mayor que las de las estaciones de Berlín, Viena o París, aunque seguramente cabrían casi dos como ella, una encima de otra, en el hueco que queda debajo de la Torre Eiffel… como ya hemos comentado otras veces, en lo referente a tamaños todo es relativo.
 
 
Con el paso de los años los topes de las vías se han ido moviendo hacia fuera para ampliar la zona donde esperan los pasajeros, que actualmente ocupa prácticamente un tercio del área cubierta por la marquesina; esto tiene bastante sentido si pensamos que cada día utilizan la estación tal vez un par de decenas de miles de viajeros. Para facilitar la ventilación y permitir la entrada de luz hay en lo alto de la cubierta, y todo a lo largo de ella, un lucernario hecho de vidrio de color verde. Recuerdo haber visto hace años en el canal autonómico Punt Dos (y bastante tarde, por cierto, como suele pasar con los programas interesantes) un episodio de La Finestra Pública, serie hermana de La Finestra Indiscreta, dedicado a la estación, en el que se visitaban varios puntos del edificio no accesibles al público en general, entre ellos la pasarela superior del lucernario. Recuerdo también haber pensado al verla que era un escenario digno de una persecución en las alturas al más puro estilo James Bond.
 
 
Hasta aquí la descripción del edificio actual, sin duda de gran Belleza, pero hablemos ahora de los aspectos negativos. Es obvio que la decisión de mover la estación tan solo unos metros hacia fuera desde la Plaza del Ayuntamiento, tomada a principios del S.XX debido a la presión de los comerciantes, no solucionó por mucho tiempo los problemas de movilidad en el centro de la ciudad; la playa de vías se ha convertido en un obstáculo insalvable que parte una gran zona de Valencia por la mitad, dificultando por ejemplo el ir desde Russafa hasta Malilla. Es curioso: si su situación no se planifica de forma apropiada, las estaciones de tren unen ciudades pero separan barrios.
Las Grandes Vías de Germanías y Ramón y Cajal estuvieron comunicadas inicialmente por una pasarela elevada y después por un túnel subterráneo, de 1962, que incluye un pasaje peatonal. Más gente de la que os imagináis me ha dicho que no usa este pasaje por miedo, dando así un rodeo de diez o quince minutos, cosa que a mí me alucina bastante: es verdad que resulta muy ruidoso (más por los coches de abajo que por los trenes de encima), pero yo lo he usado multitud de veces, a cualquier hora del día o de la noche, y nunca me han atracado ni me ha ocurrido nada malo. En el siguiente gran anillo concéntrico, el de Giorgeta, los automóviles salvan las vías con el paso elevado del Scalextric y los peatones con una pasarela, aún más alejada del centro, que es la única opción disponible en cientos de metros a la redonda, obligando muchas veces a dar rodeos tremendos para llegar a tu destino.
 
 
Esta división de la ciudad en dos, la llegada del tren de alta velocidad y la necesidad de dotar a esta parte de Valencia de una zona verde suficientemente grande (y seguramente también la especulación) fueron las razones que pusieron en marcha el plan de soterramiento de las vías y del Parque Central, proyectos de los que se ha estado hablando durante décadas… Hace unos pocos años parecía que finalmente se iban a llevar a cabo, e incluso ya estaba aprobado el presupuesto para el proyecto ganador del concurso de ideas. La inauguración en 2010 de la estación provisional Joaquín Sorolla, utilizada ahora para el AVE y los trenes de larga distancia, era un primer paso imprescindible.
Se suponía que el proyecto se iba a realizar en tres fases: en la primera, la más fácil, se iba a ejecutar la sección este del parque, una zona triangular que representa más o menos el 40% del área total; en la segunda se soterrarían las vías y se construiría la nueva estación subterránea, adaptada al tren de alta velocidad, quedando por encima la franja central del parque y entrando mientras tanto todos los trenes por Joaquín Sorolla; y en la tercera, con la estación subterránea ya en uso, se desmantelaría la provisional y se terminaría la zona oeste del Parque Central. A todas estas actuaciones se añadiría una reorganización de las avenidas circundantes, desapareciendo tanto el túnel de las Grandes Vías como el Scalextric, y convirtiéndose toda la zona situada aún más al sur en la Avenida Federico García Lorca.
 
 
Con la llegada de la crisis y el cierre del grifo del dinero el plan para el soterramiento de las vías ha quedado paralizado hasta nueva orden, como tantas otras cosas en Valencia. Al parecer, la única fase que se va a ejecutar por ahora, con un presupuesto revisado a la baja, es la de la zona este del Parque Central, empezando la obras antes de que acabe el 2014 (aunque, francamente, yo no lo creeré hasta que no lo vea). La estación subterránea, sin embargo, saldrá mucho más cara, de forma que pasarán muchos años antes de que veamos empezar su construcción. Resulta irónico pensar que por debajo de la calle Alicante, paralela a los andenes de la actual estación, está hecha ya la parte subterránea de la línea T2 de tranvía, cuya inauguración también ha quedado aplazada sine die por falta de dinero; me parece que incluso están construidos también los accesos que enlazarán la parada del tranvía con la futura (cada vez más futura y menos presente) estación subterránea del tren.
 
 
Pero tengamos esperanza en que más tarde o más temprano empiecen los trabajos de soterramiento, y viajemos con la imaginación hasta ese día. ¿Qué pasará entonces con la obra de Demetrio Ribes? El Edificio de Viajeros está protegido y por tanto no puede derribarse; tal vez se convierta en un espacio museístico… Pero es más que probable que la cubierta, hecha de uralita (es decir, amianto, que actualmente está prohibido por ser cancerígeno si desprende polvo a la atmósfera), tenga que ser desmantelada pieza a pieza, hasta que desaparezca la Estación del Norte tal y como la conocemos hoy. Y a medida que se vaya desmontando, irán subiendo poco a poco hacia el cielo la docena de globos rellenos de helio, de color metálico y con forma de corazón o de personaje de dibujos animados, que fueron quedando atrapados con el paso del Tiempo en lo alto de la estructura; como pequeñas locomotoras relucientes, esperarán uno a uno a que les vayan dando su día y hora de salida por andenes verticales, por caminos invisibles… y arrastrarán tras de sí, cual si fueran los vagones, a una gran cantidad de emociones, más ligeras que el aire pero a la vez muy intensas, acumuladas durante más de cien años en el interior de la marquesina, emociones que se esparcirán por sobre la ciudad y después se perderán entre las nubes: la esperanza en el futuro de los que llegaron para quedarse, la tristeza desgarradora de los que se fueron para siempre, la pasión de los amantes en el reencuentro.
 
 

lunes, 19 de mayo de 2014

Caminos de Hierro (I)

Aunque no soy muy viajero, siempre me han gustado las estaciones de tren; me parece que tienen un encanto especial y un simbolismo muy potente. Son puntos de enlace que te conectan con otras ciudades, que ponen a tu alcance la promesa de lugares maravillosos al otro extremo de la vía… Las estaciones son para algunos un mero lugar de paso en la rutina diaria del trabajo o del estudio, pero para otros muchos son escenario de momentos importantes en la vida: gente que llega a la ciudad por primera vez, gente que se va para no volver, personas que esperan a algún ser querido… Yo mismo pasé muchos días junto a los andenes en otra época de mi vida, no hace tanto tiempo, y mientras esperaba a mi ex solía darme una vuelta y contemplaba el edificio, fijándome en los pequeños detalles que nos suelen pasar desapercibidos cuando vamos corriendo a coger nuestro tren en el último minuto.
 
 
En esta entrada doble os contaré algunas cosas sobre el pasado, el presente y el futuro de la Estación del Norte de Valencia, pero antes hay que dejar claro que ésta no es la primera estación de trenes que se construyó en el centro de la ciudad. La estación original estaba en la zona sur de la actual Plaza del Ayuntamiento: los andenes ocupaban más o menos la parte donde ahora vemos el edificio de La Equitativa, y la entrada y salida de viajeros estaba en el punto donde la calle Ribera da a la plaza hoy en día. Se inauguró en 1851, y se construyó en la zona del huerto del Convento de San Francisco, que por entonces aún se alzaba en el lugar que hoy ocupa la plaza. Esta antigua estación, igual que la actual, era conocida como “del Norte”, a pesar de entrar los trenes por la parte sur de la ciudad; esto se debe a que era propiedad de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, que junto a la MZA era en su época la compañía de ferrocarriles más importante del país. Los primeros destinos que quedaron conectados con Valencia fueron el Grao, que por aquel tiempo todavía estaba separado de la ciudad, y Xátiva; y resulta muy romántico pensar que durante quince años aproximadamente, hasta 1865, el pasado remoto y el futuro se dieron la mano en ese rincón de la ciudad y el tren convivió con la muralla medieval que estaba a la altura de la calle Xátiva (tal vez se llame así en honor a las primeras líneas), entrando y saliendo a través de una abertura practicada en el muro que se cerraba con un pesado portalón de madera.


 
La antigua estación estuvo en uso sin problemas durante cincuenta años hasta que a principios del S.XX, ya sea por el gran aumento del número de trenes, por la peligrosidad del cruce de las vías con la calle Xátiva o por movimientos especulativos en torno a la plaza donde antes estaba el Convento de San Francisco, se decidió construir una estación nueva más alejada de la zona centro de la ciudad. En principio se propuso retirarla hasta la confluencia de las Grandes Vías de Germanías y de Ramón y Cajal, una idea bastante razonable que encontró sin embargo cierta oposición en algunos sectores y se abandonó, eligiéndose finalmente el punto que hoy conocemos, justo por fuera de la calle Xátiva. El edificio fue proyectado en 1906 por el arquitecto valenciano Demetrio Ribes y empezó a construirse el año siguiente. Fue inaugurado en agosto de 1917 sin grandes ceremonias, ya que tanto a nivel local como global era una época convulsa y problemática, y no estaba la cosa para celebraciones.
Cabe destacar como hecho curioso que durante las obras de la estación nueva seguía funcionando la antigua y, al igual que ocurrió con la muralla, se dejaron dos grandes huecos en el edificio en construcción, donde ahora está el acceso de pasajeros de la izquierda de la fachada, para que los trenes siguieran circulando por las vías antiguas. Durante mis paseos por la ciudad muchas veces me gusta pensar en cuatro dimensiones, y cuando me coloco en el punto exacto que indican las fotografías y sé que estoy sobre las vías de la desaparecida estación me entra un cierto cosquilleo en la nuca y mi instinto de supervivencia, contra toda lógica razonable, me dice que me aparte de ahí… ¿Quién sabe si algún viajero del tiempo usará esas vías para poner su DeLorean a ciento cuarenta por hora y trasladarse hasta nuestro presente? Más vale prevenir…
 
 
La nueva estación era tres veces más grande que la antigua, con un edificio en forma de U de estilo modernista, dentro de la corriente llamada Sezesión Vienesa. La fachada principal, de marcada horizontalidad, presenta unas almenas que recuerdan a las de la Lonja y gran cantidad de motivos vegetales, flores de azahar y naranjas en su decoración. Si no os habéis fijado nunca, os recomiendo que os acerquéis a los hermosos paneles de mosaico que hay entre los dos accesos al edificio y les echéis un vistazo; se titulan Guardesa de Noche y Guardesa de Día, muestran dos mujeres ataviadas con el traje típico valenciano y están confeccionados en base a los modelos del pintor José Mongrell. Si miráis hacia arriba veréis el reloj de la fachada, antiguamente rodeado por la leyenda “Caminos de Hierro del Norte”, que se retiró al desaparecer la compañía; y más arriba aún, un águila, que representa la velocidad, posada sobre el globo terráqueo. En otros muchos puntos del edificio podréis contemplar estrellas rojas de cinco puntas, también símbolos de la Compañía del Norte, que son junto con el nombre de la estación vestigios mudos de su pasado.
 
 
El Edificio de Viajeros, declarado Bien de Interés Cultural en 1983, tiene un precioso vestíbulo de entrada con techo y columnas de trencadís (es decir, azulejos troceados) y una exquisita decoración que incluye lámparas, vidrieras y elementos de madera para las taquillas. Todos los detalles están muy cuidados y se tuvieron en cuenta desde el principio de la fase de diseño. En las paredes de la sala hay varios mosaicos de pequeño tamaño con la frase “Buen Viaje” escrita en distintos idiomas: inglés, alemán, griego, árabe, ruso… aunque según una amiga mía de Europa del este hay en ellas al menos una falta de ortografía (nadie es perfecto). Girando a la derecha desde el vestíbulo había una cafetería que estuvo cerrada muchos años, aunque la sala vuelve a estar abierta al público en la actualidad; ocupan la totalidad de sus paredes unos paneles con paisajes típicos valencianos del pintor y ceramista Gregorio Muñoz Dueñas.
Pensándolo bien, el Edificio de Viajeros es tan bonito que no tenemos demasiada prisa por entrar a la zona de la cubierta que protege los andenes… Podemos comprar un vasito de horchata fresca para llevar, sentarnos tranquilamente en uno de los bancos octogonales de madera al pie de las columnas del vestíbulo, y chupar de la pajita mientras contemplamos extasiados la Belleza centenaria que nos rodea. Aquí sentaditos esperaremos hasta la semana que viene, que no se nos va a escapar ningún tren.
 
 

lunes, 12 de mayo de 2014

El Murmullo de las Paredes (II)



Ahora que en Valencia estamos en plena temporada de festivales de arte urbano, con uno recién celebrado y otro que acaba de empezar, he decidido publicar en el blog la segunda tanda de fotos de graffiti tomadas en mis paseos por la ciudad. Básicamente se podría definir el arte urbano como arte visual y conceptual hecho en espacios públicos, sobre todo en muros y paredes. La cultura del graffiti apareció tímidamente en los Estados Unidos en los años sesenta y setenta, y alcanzó su apogeo a principios de los ochenta, pero la cosa ha evolucionado mucho (y a mejor) desde entonces… En los ochenta se usaban solamente sprays para ejecutar los llamados tags, es decir, firmas muy sencillas del autor, que aún hoy en día se siguen viendo por las calles. La verdad es que los tags no me transmiten gran cosa; me parecen un ejercicio de narcisismo al que no le veo la gracia, ya que a veces afean la pared casi tanto como la típica pintada vandálica hecha a tontas y a locas. Y he de reconocer que tampoco me gusta el Hip Hop, estilo musical tradicionalmente asociado a la cultura del graffiti…

Me identifico mucho más con lo que se ha dado en llamar post-graffiti, una tendencia que apareció en los años noventa y está bastante más currada, no sólo por su alto valor estético y por su contenido socialmente relevante sino también por la gran variedad de técnicas: aparte de una mayor gama cromática de los sprays, ahora se usan también plantillas, posters, pegatinas, mosaicos o incluso estructuras tridimensionales. Se supone que el arte urbano ha de ser rebelde, subversivo y provocador, pero a la vez debe tener cierto estilo y un buen acabado, debe ser bello; si lo que vas a pintar o escribir en la pared no va a mejorarla, si no va a aportar nada valioso a tus conciudadanos, entonces más vale que no lo escribas. En el futuro seguiré colgando de vez en cuando más fotos de las mejores piezas de la ciudad, que todavía me quedan para dar y vender.






























lunes, 5 de mayo de 2014

Fotografías Perdidas, Fotografías Soñadas

Supongo que alguna vez os habréis despertado en mitad de un sueño con una o varias imágenes del mismo grabadas a fuego en la cabeza con todo detalle, imágenes que no se desvanecen con el paso de las horas a pesar de que el resto del sueño esté ya muy borroso en vuestra memoria… Algo parecido me ocurre a mí con El Museo del Pasado Imperfecto, una instalación artística que montó el director de cine Mike Figgis en 2003 para la segunda edición de la malograda Bienal de Valencia. La instalación estaba en una vieja casa señorial de dos pisos abandonada desde hacía ya muchos años, en la calle Eixarchs, a un tiro de piedra de la iglesia de los Santos Juanes. Recuerdo muchos de los detalles como si hubiera estado allí ayer mismo. Se entraba por un amplio espacio, que antiguamente habían sido las cocheras, donde estaba el mostrador de las taquillas. Al pie de las escaleras que accedían a la instalación propiamente dicha había una representación de un accidente, con un Seat 600 manchado de sangre de cuya ventanilla abierta sobresalía el cuerpo malherido de un maniquí que se estremecía de vez en cuando, accionado por algún tipo de mecanismo oculto.
Una vez en el primer piso, se entraba en un distribuidor amplio que conducía a varias habitaciones en las que todas las ventanas habían sido cerradas, de modo que la única luz procedía de unos pocos focos muy tenues y de las escasas rendijas que habían quedado abiertas a la calle. La oscuridad, combinada con una música atonal y unos efectos sonoros desasosegantes que salían de pequeños altavoces aquí y allá, creaban un ambiente lóbrego, opresivo, onírico, irreal. En algunas de las habitaciones había grandes monitores de pantalla plana que mostraban distintas filmaciones; casi al principio del itinerario, por ejemplo, se podía entrar a una pequeña sala sin luz en la que se pasaba en bucle un perturbador vídeo en blanco y negro (¿o era en tonos de verde?), filmado con una cámara de visión nocturna, de una mujer cerrando las pesadas cortinas de un salón y cantando en la oscuridad una lenta y melancólica aria lírica de varios minutos, con el típico reflejo brillante en las pupilas dilatadas y la mirada perdida en el infinito, sin vida, como la de una muñeca.
De esta primera zona, con un par de proyecciones más colgando de los muros, se pasaba hacia la derecha a un corto pasillo, con muchas fotografías pegadas en ambas paredes (algunas de lugares, algunas de personas), desde el cual se podía asomar uno al estrecho y descuidado patio de luces, o al otro lado a un pequeño cuarto de baño que se podía observar a través de un minúsculo ventanuco abierto en la puerta. Al final del pasillo a la izquierda había una zona en la que varios monitores más pequeños mostraban filmaciones subjetivas de coches conduciendo por distintas carreteras, acompañadas de voces en off en inglés que se podían escuchar con la ayuda de unos auriculares.
Girando a la derecha desde el pasillo se entraba a lo que en otros tiempos habría sido un elegante salón, con un bonito suelo de losetas de cerámica decoradas y un gran espejo colgando en la pared, enfrentado a un monitor en el que se iban alternando distintas secuencias protagonizadas por actrices de cine. No recuerdo cuántas eran ni quiénes eran exactamente, pero estoy seguro de que una de ellas era Laura Harring, la protagonista morena de Mulholland Drive (me parece que otro de los vídeos era de Naomi Watts). Las secuencias eran todas planos de cintura para arriba, fijos y bastante largos, de tal vez diez minutos, y no tenían palabras, centrándose sobre todo en la intensidad de la expresión de las protagonistas, que a veces miraban a cámara (te miraban a los ojos) fijamente, a veces apartaban la cabeza hacia otro lado y a veces, por razones que a mí se me escapaban, hasta vertían alguna que otra lágrima.
Había un par de salas más antes de volver a la luz del día, bajar otras escaleras y salir por el jardín trasero del caserón. Una de ellas era una habitación algo más iluminada que las demás, con un par de maniquíes de tamaño natural rodeados de miniaturas de soldaditos, tanques y aviones que ocupaban casi todo el suelo, y en la que unos cuantos monitores pasaban secuencias de noticiarios de televisión relacionadas con los horrores de la guerra moderna… Pero una de las escenas de la instalación que se me han quedado grabadas con más fuerza es la del fantasmagórico dormitorio en penumbra, con una cama en la que un maniquí recostado iluminado a contraluz representaba a una enferma en su lecho de muerte, mientras otro monitor mostraba imágenes que no recuerdo, o que tal vez he preferido olvidar… Tampoco recuerdo si el maniquí se movía o no, ni si la cama tenía o no una mosquitera alrededor, ni cuáles eran los efectos de sonido que se emitían desde el altavoz cercano; pero sí recuerdo la terrible sensación de miedo que tuve de pie junto a la cama.
La instalación me impactó tanto que volví dos o tres veces más durante las semanas que estuvo puesta, aprovechando para entrar a horas en las que no había mucha gente y podía sumergirme más a gusto en la experiencia sensorial… Pero aquí es donde empieza el verdadero enigma del que quería hablaros hoy, porque, a pesar de haber buscado por todos sitios durante estos últimos meses, no he encontrado ni una sola fotografía de la instalación. De hecho, soy incapaz de recordar si hice fotos allí o no, aunque me extrañaría no haberlo hecho, teniendo en cuenta lo mucho que me gustó. He buscado en Internet información sobre la Bienal, con la esperanza de localizar imágenes que avivaran nuevos recuerdos en mi memoria, pero han pasado ya muchos años y gran parte de los enlaces están rotos o desfasados: sólo he podido encontrar una breve reseña de un párrafo y una foto muy pequeña en la que apenas se adivinan dos de las salas.
Ya hemos hablado antes en el blog de lo traicionera que puede ser la memoria; a veces te hace olvidar cosas que realmente ocurrieron y otras hace que recuerdes las cosas de manera distinta a lo que pasó de verdad. En lo que respecta a las fotografías, ya he experimentado en varias ocasiones esta extraña sensación: en un momento dado pienso que me vendría bien una determinada foto para una entrada del blog, y juraría que la tengo, pero por más que la busco no la encuentro. Además de con la instalación de Figgis, me ha pasado recientemente con lugares de Valencia como el Parc de Capçalera, los Jardines de Monforte, la parte antigua del Cementerio General… Mi primer paso es siempre el de buscar entre mis carpetas de imágenes del ordenador, sin ningún resultado; entonces me da por pensar que durante esta etapa digital mis archivos han cambiado varias veces de disco duro, y no descarto que se me hayan podido borrar o traspapelar carpetas enteras de fotos en alguno de los traslados… Pero no me doy por vencido, así que mi siguiente paso es el de rebuscar en los cajones en los que iba guardando las fotos analógicas, reveladas en papel, hasta el momento en que empecé a usar cámara digital (momento que, por cierto, tampoco consigo situar con exactitud en el Tiempo… ¡Qué cabeza!). Al no encontrar nada tampoco en este caso, se me plantean dos posibles alternativas: o bien hay algún sobre o algún álbum con más fotografías en un cajón que no he revisado, o bien nunca he hecho esas fotos.
Esta última opción me parece bastante probable, sobre todo teniendo en cuenta que suelo ser bastante cuidadoso con mis archivos digitales y que en mi época analógica no llevaba la cámara encima casi nunca… Pero entonces ¿cómo puede ser que recuerde muchas de esas fotografías que supuestamente nunca saqué, incluyendo detalles como los encuadres exactos o los juegos de luces y sombras? ¿Es posible que se hayan extraviado las imágenes de tantos lugares distintos, o me estoy volviendo loco y las saqué sólo en sueños? La explicación más razonable que he podido encontrar a este misterio es la siguiente: cuando mis pasos me llevan a un rincón de Valencia de particular Belleza y no llevo mi cámara encima, me fijo muy bien en todo lo que me rodea, tratando de captar qué es lo que hace especial a ese sitio, y de manera inconsciente tomo notas mentales de las composiciones interesantes y los mejores ángulos para poder tomar fotos más adelante… Mi memoria visual es muy buena para retener los pequeños detalles pero mi memoria episódica es muy mala, de modo que con el paso del Tiempo recuerdo perfectamente las imágenes pero no cómo han llegado a mi mente, y el deseo inicial de hacer la foto se transforma en la falsa certeza de haberla hecho.
A la mayoría de estos lugares puedo volver cuando quiera a sacar las fotografías que ya están en mi cabeza, con lo que el conflicto no resulta ser tan grave; pero en el caso de la instalación de Figgis no podré sacarle fotos sencillamente porque ya no está ahí; en la calle Eixarchs sólo queda el caserón vacío, que con toda seguridad da también para muchas fotos interesantes, pero que no es lo mismo… De todos modos, me da la impresión de que todo aquello que encierra verdadera Belleza (aunque sea una Belleza un tanto retorcida, como la ideada por Figgis), todo lo que llega a tocarnos el alma en uno u otro sentido, la impregna para siempre y no se olvida. De hecho, más de una década después, aún puedo recorrer las habitaciones de la instalación cuando cierro los ojos, puedo verla en mis recuerdos; recuerdos tal vez no muy fidedignos pero sí muy vívidos, como esas instantáneas procedentes de un sueño (o pesadilla) especialmente intenso que ya no se borran nunca más de la memoria… Lo que realmente me apena es que no podáis ver vosotros la instalación, y por eso os la he contado aquí en palabras; por medio de este relato espero también mantener nítidas en mi cabeza las imágenes, espero que estas fotos mentales no se desvanezcan con el Tiempo, espero poder seguir visitando mi propio Museo del Pasado Imperfecto.