lunes, 25 de marzo de 2013

¡Es Sólo un Sofá! (I)

No es la primera vez que hablamos aquí de la estupenda película American Beauty, y seguramente volveremos a hablar de ella en el futuro, siendo como es una historia tan repleta de ideas potentes y de personajes interesantes para analizar. De todos ellos, el que más me gusta y con el que más me identifico es el de Lester Burnham, un hombre que, cansado ya de estar prácticamente muerto en vida, se rebela contra la hipocresía y la estupidez del mundo que le rodea y se convierte en un inconformista… Ole tus huevos, Lester, más vale tarde que nunca. Hay una escena de la película que me encanta: en ella el ya desmelenado Lester está tomándose una cerveza en el comedor de su casa y su estirada esposa Carolyn vuelve del trabajo. Él le dice algo así como “¿Te has hecho algo en el pelo? Estás muy bien…” Su hija Jane no está, así que él se acerca poco a poco a Carolyn, preguntándole con un tono de voz entre triste, esperanzado y libidinoso: “¿Dónde está la Carolyn de la que me enamoré, la Carolyn que hacía locuras?” Están recostados sobre el sofá, los labios de él cerca de los de ella: está a punto de saltar la chispa que prenderá la llama… Y de repente ella se percata de que podría caer un poco de cerveza sobre el reposabrazos: “Cariño, ten cuidado con la tapicería…” El Momento pasó, la Magia ha vuelto a desaparecer. Él, cabreado, trata de hacerle entender la farsa en la que se ha convertido su existencia: “¡Es sólo un sofá! ¡Son sólo objetos y a ti te importan más que vivir!” Como ya os comentaba, éste es un fragmento que se me quedó grabado porque os puedo asegurar, sin entrar en detalles, que he vivido alguna escena parecida en mis anteriores relaciones. Sólo unos pocos (o unas pocas) se atreven, como Lester, a decir alto y claro lo que otros sólo piensan, o tratan de acallar en su mente, o, peor aún, ni siquiera consiguen intuir, completamente atrapados en la redes de este sistema tóxico que nosotros mismos nos hemos construido.
 
 
Hay otra escena muy relacionada con la anterior en la película Dentro del Laberinto, de Jim Henson. Sarah, la protagonista, ha conseguido escapar de Jareth, el Príncipe de los Goblins, pero en el proceso ha olvidado que estaba buscando a su hermanastro, el pequeño Toby, que ha sido secuestrado por Jareth. Va a parar a un vertedero lleno de montañas de basura en el que encuentra a una anciana que camina con una pila de objetos cargada a la espalda; su peso la ha convertido en un ser bajito, encorvado, arrugado y gris. La anciana pretende que Sarah se olvide por completo de Toby y la lleva a lo que parece ser su cuarto, en el que la sienta en una silla, le dice que allí está a salvo y que no necesita nada más, y la va cargando de sus propios juguetes, peluches y muñecas, como si quisiera empezar a levantar una montaña de trastos similar a la suya. Afortunadamente, Sarah, al igual que Lester Burnham, se da cuenta de la situación y despierta de su letargo, pronunciando una frase muy similar a la de Lester: “¡Esto es chatarra!”.
Este fragmento de la peli (no os perdáis la explicación del vídeo del enlace, que también es muy interesante) me parece una metáfora genial de la sociedad de consumo actual, y un buen ejemplo de que las historias de ficción pueden contarnos a veces verdades como puños. Hay mucha gente que a lo largo de la vida se va cargando de obligaciones que al principio parecen algo bueno: de las cuotas de los servicios que contratan, y los plazos de las cosas que compran, y los seguros para proteger esas cosas, y los pagos de la hipoteca… y llega un momento en que todas esas cosas, en lugar de hacer su vida mejor, se convierten en una carga, porque para pagarlas tienen que trabajar en algo que no les gusta, o un número de horas que no les gusta, con lo que al llegar a casa están demasiado cansados o tienen muy poco tiempo para disfrutar de esas cosas. Y lo peor de todo es que tampoco tienen tiempo para dedicárselo a las personas que les rodean, a su pareja, a sus hijos, a sus amigos: están encorvados, grises, aplastados, atrapados por el sistema, aunque tal vez desde fuera no lo parezca… Pues bien, cuando algo no funciona hay que plantearse la posibilidad de hacerlo de otra forma; el hombre (o la mujer) verdaderamente feliz es el que aprende a ser feliz con poco y por lo tanto más libre.
En lo que a mi piso respecta, tiene ya muchos años, y aunque está amueblado con cierto estilo, se podría decir que está en las antípodas de la moda de hoy en día, pero no me he preocupado en absoluto por cambiar la decoración, y me da igual que los muebles o los electrodomésticos tengan un aspecto anticuado con tal de que cumplan su función adecuadamente: ya hemos visto en una entrada anterior que lo antiguo no tiene por qué ser necesariamente malo. ¿Qué más da si esas estanterías están un poco desconchadas? Lo importante es la calidad de los libros y los CD’s que hay en ellas. ¿Y qué importa que aquella lámpara no sea de diseño, con tal de que proporcione la luz adecuada? Excepto la cama, el sofá, la tele y un par de detalles más, no he cambiado nada de lo que había antes. No me guío por criterios estéticos, sino por criterios prácticos… Y antes de que alguien se queje en los comentarios de que un blog llamado La Belleza y el Tiempo no puede dejar de lado la Estética, dejadme puntualizar que en este caso estoy utilizando la acepción más prosaica del término: por Estética me refiero aquí a lo externo, a la apariencia, pero para que haya auténtica Belleza hace falta que confluyan otros factores (supongo que a estas alturas ya vais entendiendo lo que quiero decir).
 
 
Hace tiempo dedicamos una entrada del blog al Decrecimiento y nombramos por encima la obsolescencia programada y la obsolescencia percibida. De la programada hablaremos con calma a su debido momento, porque el tema se las trae, pero todo lo que hemos comentando hoy y lo que comentaremos las dos siguientes semanas entra de lleno en el terreno de la obsolescencia percibida, del estar a la moda, del “Comprar, Tirar, Comprar” al que nos abocan la publicidad y la presión social que nos rodean constantemente, y que no sólo nos anula en mayor o menor medida como individuos, sino que además contribuye a malgastar los recursos del Planeta, que, recordémoslo una vez más, son limitados. En el documental La Hora 11 se citan unas palabras de Eric Hoffer que me vienen al pelo: “Nunca se tiene bastante de lo que no se quiere”. Se nos explica en el documental, y yo estoy de acuerdo, que hay muchas personas que, como Carolyn Burnham, han perdido la facultad de percibir la Belleza del Mundo y por eso entran en un círculo vicioso de apariencias y consumismo, buscando sucedáneos de Belleza que nunca llegan a satisfacerles… como por ejemplo preocuparse por la tapicería de un sofá. Aquí no acaba el nivel de tontería del ser humano en lo que respecta al ámbito doméstico: la semana que viene seguiremos hablando de muebles y empezaremos a hablar de inmuebles.

martes, 19 de marzo de 2013

Las Leyes del Silencio

Escribo estas líneas mientras espero a que se hagan las cuatro de la madrugada y los simpáticos falleros que han montado su carpa bajo el balcón de mi dormitorio tengan a bien apagar la ensordecedora música de su discomóvil y me dejen dormir. Es en momentos como éste cuando uno realmente aprende a valorar el Silencio en su justa medida… pero dejémonos de lamentaciones y sigamos hablando de este tema, como prometimos la semana pasada. Teniendo en cuenta que el Silencio no es más que la ausencia de sonido, tal vez sería conveniente empezar la entrada definiendo lo que es el sonido desde un punto de vista científico: es una onda mecánica en la que se produce un transporte de energía sin haber para ello transporte de materia. La energía se propaga porque las partículas del medio en cuestión vibran alrededor de posiciones fijas y se van pasando la energía las unas a las otras. El sonido es además una onda longitudinal, lo cual quiere decir que las partículas vibran hacia delante y hacia atrás en la misma dirección en la que se propaga la energía. Cuanto mayor es la distancia que se desplazan las partículas respecto a su posición de equilibrio, más fuerte es el sonido, y cuanto más rápidas en el tiempo sean estas oscilaciones, más agudo.
Cuando hablamos de sonido normalmente pensamos en el aire y en cómo esa mezcla de moléculas y átomos de oxígeno, nitrógeno, vapor de agua, dióxido de carbono, gases nobles, etcétera, vibran transportando la energía por ejemplo desde las cuerdas vocales (vibrantes) del que habla hasta los tímpanos (también vibrantes, fíjate tú qué casualidad) del que escucha. Pero el sonido no sólo se propaga a través de los gases, sino también a través de líquidos y sólidos, y más rápido además, porque cuanto más denso es el medio, cuanto más juntas están sus partículas, más fácilmente se pasan éstas la energía de unas a otras en sus vibraciones. Por eso cuando hay obras en nuestra calle y alguien golpea el suelo con un martillo pesado, oímos dos veces cada martillazo: la segunda oleada de energía sonora llega a través del aire por la ventana, pero la primera lo hace, aunque con las frecuencias agudas más amortiguadas, a través del suelo de la calle y de las paredes de nuestro edificio.
 
 
Lo que queda claro es que el sonido necesita partículas para transmitirse, y por tanto donde no hay partículas no puede haber sonido: de ahí la famosa frase “en el espacio nadie puede oír tus gritos”. El vacío interplanetario contiene una cantidad tan baja de átomos y moléculas que las ondas mecánicas no pueden propagarse por él. Olvidaos por tanto de las trepidantes batallas espaciales de Star Wars, llenas de explosiones y de disparos de armas laser; si hubieran querido ser verosímiles desde el punto de vista científico, los encargados de la edición de sonido deberían haber optado por un silencio total, al estilo de 2001, Una Odisea del Espacio, aunque les perdonamos porque seguramente el resultado no hubiera sido tan entretenido. En este sentido, me han comentado que las batallas del episodio piloto de la serie Battlestar Galactica estaban bastante bien en cuanto a coherencia científica: al principio se ven los disparos y las explosiones pero no se oye nada, y al cabo de un rato, cuando ya han sido alcanzadas y despresurizadas varias naves de gran tamaño, soltando parte de su aire al espacio exterior, empieza a haber un tenue medio para que el sonido viaje entre unas naves y otras y comienzan a escucharse las explosiones de forma sorda, apagada, lejana… aunque el peligro está de hecho bien cerca. Tengo ganas de comprobar que esto es así, porque es uno de esos detalles que, de puro extraños, me resultan escalofriantemente realistas y por tanto muy satisfactorios en una serie o película de ficción; a ver si algún día puedo hacerme un hueco para echarle un vistazo a ese piloto… Lamentablemente, parece ser que la mayoría del público no pensaba como yo, de modo que en la serie regular decidieron incluir sonido, aunque ligeramente amortiguado, eso sí; en algunos episodios se ponía la excusa de que las batallas se producían dentro de nubes de gas para que se pudieran escuchar bien las explosiones.
Pero no hace falta pensar en batallas espaciales para entender que el sonido no viaja a través del vacío: basta con mirar hacia arriba en un día soleado. Ahí está el Astro Rey con su luz cegadora, luz que tiene su origen en las reacciones nucleares de fusión del hidrógeno que hay en su interior: el equivalente a millones de bombas nucleares cada segundo… y sin embargo no oímos al Sol. Y es bastante ruidoso, os lo aseguro. No lo oímos porque ocho minutos-luz de vacío nos separan de él. Su luz sí nos llega a través del espacio porque no es una onda mecánica, sino electromagnética, y al consistir en vibraciones de campos eléctricos y magnéticos no necesita partículas para propagarse. Que el sonido no viaje a través del vacío tiene también aplicaciones prácticas aquí abajo, en la Tierra: es uno de los factores que se toma en cuenta en algunos modelos de ventanas del tipo Climalit. Éstas tienen un doble acristalamiento con una cámara en medio, de la que en algunos casos se succiona el aire, creándose una capa a baja presión, con pocas partículas, que impide en parte la propagación del sonido, además de ser un buen aislante térmico… Ahora mismo, con los falleros debajo de mi ventana, me está apeteciendo bastante instalármelo yo también.
 
 
De todos modos, ni el mejor Climalit del mundo absorbe los sonidos como lo hace una cámara anecoica. Estas cámaras, utilizadas sobre todo en tareas de investigación, presentan en sus paredes multitud de cuñas de forma piramidal entre las que las ondas sonoras rebotan una y otra vez sin volver atrás y van siendo absorbidas por el material de fibra de vidrio, evitando así la producción de eco (de ahí el nombre). La versión casera de este truco se puede ver en muchos estudios de grabación y locales de ensayo de grupos musicales que recurren a hueveras de cartón para reducir la reverberación. Otro método que se emplea en las cámaras anecoicas para aislarlas del ruido del exterior consiste en introducir varias habitaciones una dentro de otra, cual Matrioskas rusas; todo esto permite reducir el nivel de ruido desde los 30 decibelios que suele tener el Silencio habitual hasta incluso 10 decibelios negativos. No es de extrañar que después de su visita a una de estas cámaras el compositor estadounidense John Cage ideara su obra 4’33’’, que consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos de Silencio. Hablando de minutos, otro dato curioso acerca de las cámaras anecoicas es que no se puede aguantar más de 45 minutos dentro de una sin volverse loco. Una posible explicación para esto es que, ante la falta de otros estímulos auditivos, al cabo de un rato el oído comienza a ser perfectamente consciente del sonido de la propia respiración, el más mínimo roce de la ropa, el ruido de las tripas o los latidos del corazón, y esta sensación de aislamiento y de vacío sonoro (a pesar de haber aire) provoca a la larga ansiedad, vértigo y pérdida de equilibrio. A mí se me ha ocurrido otra posible explicación para este fenómeno: tal vez lo que ocurre es que hay tanto Silencio que podemos oírlo.
Me explico: el córtex auditivo se localiza en los lóbulos temporales del cerebro, correspondiéndose aproximadamente con las áreas 41 y 42 del mapa de Brodmann, y en él hay varias capas de células nerviosas que procesan el sonido y dan lugar a la percepción del mismo. Pues bien, hagamos un paralelismo: sé de buena tinta que el sistema visual del cerebro tiene neuronas oponentes, encargadas de la percepción de parejas de colores complementarios (rojo-verde y azul-amarillo), que pueden dar respuestas positivas o negativas según el color percibido. ¿Y cómo pueden dar una respuesta negativa? Muy sencillo: las neuronas codifican la información transmitida a la siguiente etapa de procesado mediante el número de pulsos eléctricos, también llamados potenciales de acción, enviados por segundo a lo largo de sus axones, pero de manera que en ausencia de un estímulo de color (es decir, ante una imagen de color gris) también tienen una cierta actividad que podríamos llamar de referencia, y nunca se quedan totalmente paradas. De este modo, una célula oponente de tipo rojo-verde da una respuesta positiva al recibir un estímulo rojo aumentando su ritmo de emisión de pulsos eléctricos, y una respuesta negativa al recibir un estímulo verde disminuyendo su ritmo por debajo del valor de referencia. ¿Puede ser que ocurra algo parecido en el córtex auditivo? En éste, las distintas neuronas responden a distintos rangos de frecuencias sonoras: unas se encargan de los graves, otras de los agudos, otras de las frecuencias medias… No es difícil entender que estas neuronas seguramente siguen presentando una actividad de pulsos eléctricos, distinta de cero, en condiciones normales de silencio, lo cual implicaría que al meternos en una cámara anecoica su ritmo de pulsos se ralentizaría de tal manera que estarían mandando a la siguiente capa de neuronas una señal muy negativa, con el consiguiente stress para estas últimas; stress que, de mantenerse por un tiempo prolongado, puede acabar afectando a otras áreas del cerebro relacionadas con el oído, como por ejemplo las del equilibrio, poniéndonos al borde de un ataque de nervios. En resumen: si un aire con las partículas demasiado quietas es interpretado por nuestro cerebro como un sonido negativo, entonces el Silencio de una cámara anecoica puede resultarnos atronador.
Pues nada, espero que tras esta parrafada no os hayáis quedado sin palabras. Por si no os hubiera hecho ejercitar vuestras neuronas lo suficiente aún, ahí va una última (y archiconocida) pregunta, lanzada al aire, para que expandáis vuestra mente: Si un árbol cae en medio del bosque y no hay nadie allí para escucharlo, ¿hace ruido?
 
 

lunes, 11 de marzo de 2013

Hablar por Hablar

Estoy totalmente de acuerdo con ese antiguo proverbio que reza que “Si lo que vas a decir no es más bello que el Silencio, tal vez no deberías decirlo” (Y sí: si pensáis que esto os suena de una canción no tan antigua, estáis en lo cierto). He de confesaros que en el día a día, y a no ser que se toque un tema que me interese especialmente, yo suelo ser un hombre parco en palabras… Algunos estarán ahora llevándose las manos a la cabeza, teniendo en cuenta que esto lo acaba de decir el mismo cuya verborrea en estas entradas se alarga hasta el infinito y más allá, pero todo tiene su explicación.
Hace poco estuvimos hablando de cómo el poder de las palabras nos permite ordenar un poco el caos que nos rodea y tomar el control de nuestras propias vidas, y yo me paso a veces con el número de palabras en el blog porque intento contar aquí cosas realmente importantes, intento acercarme todo lo posible a la Verdad. Sin embargo, esto requiere un tiempo y un esfuerzo para encontrar las palabras apropiadas que muy poca gente está dispuesta a invertir en este mundo de prisas en el que vivimos. Muchos simplemente se dejan llevar por la mayoría, haciendo lo mismo y hablando de lo mismo que los que les rodean, sin plantearse si es lo correcto o no, creyendo que alguno de los otros sabrá lo que está haciendo cuando en realidad ninguno de ellos lo sabe. De este modo las palabras pasan de ser una forma de buscar la Verdad a convertirse en un continuo parloteo cuyo objetivo acaba siendo a veces acallar esa otra vocecita en el fondo de tu cabeza que intenta decirte que no estás yendo por el camino correcto (En relación con esto último, siempre me han encantado esos versos de la canción This is Yesterday, de los Manic Street Preachers, que dicen: “No escuches una palabra de lo que diga, sólo escucha aquello que no consigo callar”). Y peores aún que los que usan las palabras para engañarse a sí mismos son los que emplean la retórica para engañar a los demás, aunque de eso ya hablaremos otro día… Vivimos rodeados de palabras no meditadas, de palabras pronunciadas por pura imitación, o por prisa, o por mera rutina, o por miedo a equivocarnos (sin darnos cuenta de que a veces cometer una equivocación que sea genuinamente nuestra puede ser algo bueno). Todas estas palabras pasan a formar parte del inmenso ruido de fondo que nos aturde y nos impide, a nosotros mismos y a los que nos rodean, encontrar nuestro propio camino.
 
 
Gran cantidad de las conversaciones de la vida diaria suelen ser triviales, intrascendentes, vulgares, y cuanta más gente implicada, más idiotas suelen ser los temas de conversación. El miedo a no conectar con los demás hace a la gente ir a lo seguro y escoger temas muy genéricos de entre una reducida lista de trending topics, algunos de los cuales tienen, francamente, muy poca enjundia. Muchas veces me ha pasado que he llegado a sentir vergüenza ajena en reuniones multitudinarias por el bajo nivel intelectual de las conversaciones a mi alrededor, aunque me ocurre cada vez menos porque con el paso de los años he aprendido a seleccionar los ambientes en los que me muevo. Las charlas más interesantes las he tenido siempre en grupos de muy pocos individuos, gente con la que previamente sé que guardo una cierta afinidad… e incluso en estos casos cuesta bastante sacudirse las prisas del día a día, salir de los tópicos y encauzar la conversación por derroteros interesantes; hace falta un ambiente propicio y distendido y un poco de tiempo.
De todo esto habréis podido deducir que a la hora de conversar valoro más la calidad que la cantidad de las palabras. Hay personas muy calladas que al final pueden resultar más interesantes que los mejores oradores; ya lo decía el historiador Quintus Curtius Rufus hace dos mil años: “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”. Y se dice que una señal de que te sientes realmente a gusto con un amigo o con tu pareja es que podéis pasaros un buen rato sin hacer nada en particular, juntos y en silencio, sin que la situación se haga incómoda… Que haya silencio no quiere decir necesariamente que no haya una conversación en marcha: yo hablo para mis adentros a menudo, tanto en casa como paseando por la calle, y a veces tengo discusiones realmente interesantes conmigo mismo (Puntualización importante: que la procesión vaya por dentro, por favor; ir andando solo por la acera poniendo caras y moviendo la boca denota algún tipo de inestabilidad mental, así que intentemos evitarlo en la medida de lo posible).
 
 
Me gusta el Silencio. Soy de esas personas que para leer o escribir necesitan tranquilidad, y que se distraen fácilmente si hay ruidos a su alrededor, por pequeños que sean. Como ya he comentado, alejarme del mundanal ruido de vez en cuando me ayuda a oír mis propias ideas, pero no sólo eso: quedarme un rato callado incluso en mi mente también me ayuda a veces a descubrir la Belleza que nos rodea por todas partes y que de otra manera podría pasarnos inadvertida. Por eso me traen tanta paz de espíritu por ejemplo esos paseos de los que ya os he hablado, los domingos por la mañana en el Casco Viejo; por eso me gusta visitar bibliotecas, museos, iglesias o incluso cementerios. Aunque me gusten, las bibliotecas las frecuento menos por falta de tiempo, pero sí soy un asiduo visitante de los museos de Valencia, en los que más de una vez he llegado a pedir por favor a otras personas que bajaran un poco la voz… me temo que ésta es una batalla perdida, teniendo en cuenta que últimamente hasta los vigilantes de los museos son cada vez más ruidosos. Otro lugar público en el que cada vez hay menos respeto en cuanto al silencio son las salas de cine, pero de eso hablamos otro día… Aunque no soy religioso, tengo que confesar que las iglesias son de los pocos lugares públicos silenciosos que quedan aún en la ciudad; y lo mismo se puede decir de los cementerios: del particular encanto de su silencio sepulcral hablaré con más calma en otra ocasión. Por ahora sólo haré una observación al respecto: por más que entendamos nuestra vida como una sucesión de palabras, algunas de ellas verdaderas, la mayoría superfluas y huecas, su sentido último es siempre llevarnos del útero materno al cementerio; por tanto toda esta palabrería, todo este ruido de fondo, empieza y acaba siempre, mal que nos pese, con Silencio.
Decía Shakespeare que es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras, pero por esta vez no voy a hacerle caso y me comprometo a desarrollar este tema un poco más la próxima semana, aunque desde un punto de vista completamente distinto. ¡Seguimos hablando!

lunes, 4 de marzo de 2013

Postales desde Roma

Desde hace mucho tiempo tengo por costumbre dedicar algún día, de vez en cuando, a coger la cámara de fotos y darme un paseo por la ciudad para capturar los instantes de Belleza que se me presentan en los lugares más insospechados; esto me ha hecho acumular a lo largo de estos años una importante cantidad de imágenes de las que echo mano a la hora de ilustrar las entradas del blog (salvo en los contados casos en los que no encuentro ninguna relacionada con el tema en cuestión y recurro a buscar algo en la Red). Por otra parte, ya os he comentado en otras ocasiones que Valencia fue en sus orígenes una ciudad romana y que por tanto los que aquí vivimos también somos romanos, al menos en parte. Por tanto, mi afán de querer saber Todo acerca de Todo me impulsó hace poco a visitar la bellísima ciudad de Roma, que al fin y al cabo es la cuna de nuestra Civilización y ha influido de manera decisiva en nuestro aquí y ahora.
Por supuesto, no me arrepentí en absoluto de mi decisión: os recomiendo encarecidamente que hagáis este viaje, sobre todo si os gusta la Historia, que en Roma te sale al paso detrás de cada esquina. Como no podía ser de otra manera, me llevé la cámara y saqué allí montones de fotografías de las cuales tenéis aquí una selección, poco más que un pálido reflejo de la apabullante Belleza de la Ciudad Eterna: a la vista está que, efectivamente, Roma no se construyó en un día.