lunes, 25 de febrero de 2013

En el Centro Comercial

El viernes por la noche ojeé la programación de la tele y descubrí que hacían Casa de Arena y Niebla en La Sexta 3; la tenía pendiente aún, así que me puse a verla. La primera parte de la película no hizo sino ratificarme en mi opinión de que Jennifer Connelly es sin duda una Criatura Celestial venida de otro Mundo para acrecentar la Belleza de éste: en algunos momentos la mera visión de su rostro me dejaba literalmente con la boca abierta, hasta tal punto que acabé de cenar un poco más tarde que de costumbre. Conforme iba avanzando la película, sin embargo, la increíble belleza de Jennifer pasó a ser algo secundario y me vi absorbido por la intensidad dramática de la historia… Me gustó mucho, aunque lo pasé muy mal viéndola: es curioso que la mayoría de las películas que consideramos Gran Cine suelan dejarnos un regusto amargo en el alma. El caso es que, como no tenía que madrugar mucho al día siguiente, decidí quitarme el mal sabor de boca viendo algo más animado: casualmente acababa de empezar en La Primera El Sexto Sentido, de Shyamalan.
Manoj Night Shyamalan es un director americano de ascendencia india que ha rodado casi siempre películas con argumentos sobrenaturales llenos de giros inesperados, aunque él opina que no son de miedo, sino historias muy espirituales y emocionales. La mayoría de estas historias suceden (y las películas son rodadas) en Filadelfia o en el estado de Pensilvania, el lugar donde creció. Es admirador de Spielberg (de hecho, estuvo a punto de escribir el guión de la cuarta entrega de Indiana Jones) y también de Hitchcock (al igual que el maestro del suspense, también él hace breves cameos en casi todas sus películas). Excepto en sus dos primeros largos (las poco conocidas Praying With Anger y Wide Awake), Shyamalan ha contado siempre para las bandas sonoras con el compositor James Newton Howard.
Sus dos primeras películas más conocidas, El Sexto Sentido y El Protegido, ambas con Bruce Willis, son mis preferidas. Señales y El Bosque también me gustan, aunque no son tan redondas. Después está La Joven del Agua, que me pareció un poco una ida de olla, y El Incidente, que creo que es la película de serie Z más cara que he visto. The Last Airbender, que debe ser una de las peor puntuadas en toda la historia de Rotten Tomatoes, con un 6%, ni siquiera he querido verla. En julio de este año se estrena After Earth, su último trabajo como director, con Will Smith e hijo de protagonistas: ya veremos…
 
 
Podría escribir toda una entrada haciendo un análisis de El Protegido, una interesantísima y muy personal incursión en el tema del antagonismo entre los superhéroes y supervillanos de los cómics, pero lo dejaremos para otro día. Hoy nos centraremos en El Sexto Sentido, la historia de un niño que no quería vivir con miedo y un psiquiatra que quería volver a hablar con su mujer como antes. El Sexto Sentido transcurre en el sur de Filadelfia, una de las ciudades más antiguas de los Estados Unidos, en la que ha habido muchos conflictos y han muerto muchas generaciones de personas, algunas de ellas en circunstancias violentas (aunque no es nada comparada con Valencia, claro). Cole, el niño protagonista de la historia, se tropieza con estos muertos todo el tiempo, aunque nadie más puede verlos y ellos tampoco pueden verse los unos a los otros. Como comprenderéis, esto supone una experiencia muy traumática para el pobre chaval, hasta que encuentra al Doctor Crowe, que finalmente le ayuda a dejar de tener miedo y encontrar el valor necesario para prestar atención a los muertos, haciendo de enlace con el mundo de los vivos para solucionar sus cuentas pendientes y hacer que se vayan en paz.
En su primera parte la película juega hábilmente con nuestras expectativas, porque sospechamos que Cole tiene algún tipo de conexión diabólica, al estilo de El Exorcista o La Profecía: así nos inducen a pensar la primera charla del Doctor Crowe y el niño en la iglesia, con la inquietante frase “De profundis clamo ad te, Domine”, o los armarios que se abren solos, o las salidas de tono del chaval en el colegio. Con la confesión de Cole (“En ocasiones veo muertos…”) se rompen estas expectativas y se produce el primer giro de guión inesperado, aunque éste no es nada comparado con el del final de la película, cuando el Doctor Crowe descubre que también él está muerto: menudo chasco debió llevarse Alejandro Amenábar en 1999, ya bien entrado en el proceso de preproducción de su película Los Otros, al ver que El Sexto Sentido acababa de manera muy parecida a la que él iba a rodar.
Una cosa que me maravilla de las buenas películas es que, por muchas veces que las veas, cada nuevo visionado te descubre detalles en los que no te habías fijado antes; esto mismo me pasó también el viernes por la noche. Tal vez recordaréis que en El Bosque se hace bastante hincapié en que el rojo es un color prohibido en la aldea escondida en la que transcurre la historia… Pues en El Sexto Sentido este mismo color aparece de forma llamativa a lo largo de toda la película en múltiples objetos, asociados todos ellos con el mundo de los muertos: en el caso del Doctor Crowe tenemos el pomo de la puerta que da al sótano que ya nadie usa, el traje de su mujer en el día de su aniversario o las pastillas que ella toma para olvidar su pérdida; y en relación con las otras visiones de Cole, tenemos el globo que asciende por el hueco de la escalera, el tenderete casero en el que se le aparece la niña fantasma o el traje de la madrastra asesina (en este último plano aparecen también unas rosas de color rojo intenso que me recuerdan mucho a American Beauty… pero de eso ya hablaremos otro día). Éste es sólo uno de tantos ejemplos, pero el caso es que me encanta la Belleza de las imágenes y el ritmo pausado de las películas de Shyamalan.
 
 
En relación con esto último, debo confesar que una de mis escenas favoritas de la película, y de hecho la escena que constituyó el germen de esta entrada, hace ya muchas semanas, no tiene que ver con muertos, ni con sufrimiento, ni con miedo. Es bastante corta, no tiene diálogo, dura apenas cuarenta segundos y comienza aproximadamente a los 59 minutos y medio del inicio: cierra, por tanto, la primera hora de película. Transcurre en la calle, a la salida del Centro Comercial, en lo que parece una zona de las afueras: lejos por tanto, seguramente, de las visiones de sufrimiento y de muerte frecuentes en las zonas más pobladas de la ciudad. El sol luce sobre este oasis de tranquilidad, y Cole está sentado dentro del carro de la compra, que empuja su madre. De repente ella parece tener una idea y empieza a empujar el carro más rápidamente por el parking. Cole tarda un par de segundos en comprender lo que está pasando, pero en seguida se hace partícipe del juego de ella: cierra los ojos y sonríe, sintiendo feliz cómo el viento acaricia su cara y levantando los brazos en alto. Después de parar, y tras un gesto del niño mezcla de resignación por que se haya acabado ese momento y nostalgia al recordarlo, como si ya estuviera lejano en el Tiempo, los dos intercambian miradas cómplices y satisfechas. Me parece una manera preciosa de mostrar que algunas personas, a pesar de haber recibido malas cartas en el juego de la Vida, son capaces de mantenerse a flote en un mar de angustia y hacer de los detalles más simples, de las más insignificantes migajas de Belleza, tablas para construirse una balsa y navegar en busca de Tierra Firme.

lunes, 18 de febrero de 2013

Vivir Para Escribir

Son apasionantes las relaciones que se establecen entre el Vivir y el Escribir. Poner por escrito tus pensamientos acerca de la Vida te ayuda a ordenar tus ideas y a clarificar tus objetivos vitales; convertir las vagas sensaciones que te rondan la mente en palabras concretas, en negro sobre blanco (intentando hacerlo de forma rigurosa y veraz, por supuesto, o de lo contrario el poder de las palabras se estaría usando para el mal), te facilita el tomar las riendas de tu propia Vida, como ya comentamos cuando estuvimos hablando del proceso de Análisis y Síntesis. Darle nombre a algo supone aumentar nuestro dominio sobre ello, las palabras facilitan nuestro Conocimiento de las cosas y el Conocimiento es poder: por eso los monstruos de las películas y las novelas dan un poco menos de miedo una vez se nos explica su procedencia y una enfermedad rara parece menos grave cuando conseguimos ponerle nombre, después de considerar los múltiples síntomas y realizar una serie interminable de pruebas… En resumen, escribir sobre la Vida te obliga a pensar en ella y por tanto te permite vivir mejor.
 
 
Pero el poder de la Escritura se puede volver en tu contra cuando pasas demasiado tiempo concentrado en las palabras y te olvidas de todo lo demás, de vivir. Llega un momento en el que eres consciente de que algo no va bien y te planteas a ti mismo la siguiente pregunta: ¿Escribes para vivir o Vives para escribir? Hay quienes dan a estas expresiones unos significados ligeramente distintos: al principio se empieza viviendo experiencias para poder escribir sobre ellas (Vivir para escribir) pero finalmente se acaba planificando por escrito cómo quieres que sea tu vida real (Escribir para vivir). Sin embargo, mi interpretación en esta entrada de lo que es Vivir para escribir es distinta, como algunos ya estaréis adivinando.
Las Calles de Arena es un cómic del fantástico autor e ilustrador valenciano Paco Roca en el que se trata, entre muchos otros, este tema. Uno de sus personajes secundarios es una chica que trabaja de cartera, entregando a los que la rodean cartas que ella misma escribe; de hecho, incluso en persona se comunica por medio de cartas, sin hablar. En un momento dado de la historia hay un (semi)diálogo entre la joven cartera y el anónimo protagonista en el que ella le escribe a él: “Necesito contarle a la gente lo que siento. Escribo porque me siento sola.”… a lo que él contesta: “Pero no tiene sentido vivir sólo para escribirles a los demás. Estás sola porque escribes.”
Por tanto, y para aclarar conceptos, Escribir para vivir (lo que ella pensaba que hacía) es algo bueno y deseable, mientras que Vivir para escribir (lo que él pensaba que ella estaba haciendo realmente) es algo a evitar. Escribir para vivir significa sobre todo Vivir: hallar en la escritura, en la calma de nuestro mundo interior, las respuestas que no se encuentran en la calle, en el caos del mundo exterior, para después poner en práctica lo aprendido y exprimirle hasta la última gota de Vida al tiempo que nos haya tocado en suerte. Vivir para escribir, sin embargo, implica ser esclavo de la tarea de escribir y por tanto no es vivir de verdad. El propio Paco Roca comentaba en una entrevista que para el personaje de la cartera se había inspirado en parte en su propia experiencia como autor de cómics, porque a veces se plantea cuál de las dos cosas hace realmente: la frontera entre ambas es muy difusa, y hay que tener cuidado para no traspasarla. Aplicando este mismo razonamiento a un caso más general, que quizás os resulte más familiar, podemos decir también que hay que intentar Trabajar para vivir, y no Vivir para trabajar.
 
 
La semana pasada os hablaba de cómo la extensión de las entradas del blog se ha ido haciendo cada vez mayor y de cómo eso podría estar empezando a afectar a mis relaciones sociales. De hecho, por esta razón hay ya un par de grupos de amigos con los que últimamente no colaboro tan a menudo como me gustaría, aunque sí los vea de vez en cuando (Lo siento, chicos). Sin duda el blog me está ayudando a conocerme mejor a mí mismo y a conocer mejor el Mundo en general, pero no hay que olvidarse nunca de mantener el contacto con las personas que le rodean a uno (menos mal que reconocer el problema es el primer paso para solucionarlo). Y no nos olvidemos de la búsqueda de esa alma gemela, de esa persona especial que conecte con mi forma de pensar y pueda por tanto enriquecer mi Vida con sus experiencias y multiplicar por diez la Belleza de mi mundo (Ya sé, ya sé que esto es buscar una aguja en un pajar, porque como ya hemos comentado anteriormente yo soy muy mío y por lo tanto más raro que un perro verde, pero bueno…). Tanto dedicarme al blog como salir a la calle suponen una probabilidad de encontrar ese alguien especial, porque Internet llega a mucha gente pero en la calle puedes elegir activamente (hasta cierto punto) con quién quieres relacionarte. Aun así, tanto la probabilidad de que mi alma gemela se decidiese a contactarme usando el e-mail del lateral derecho (Guiño-Guiño-Codazo-Codazo) como la probabilidad de conocerla en persona por ahí en algún sarao son ambas tan altas como la de contactar con una civilización inteligente del espacio exterior, aunque de esto ya hablaremos en otra ocasión… A lo del perro verde me remito.
De modo que debo intentar mantener un delicado equilibrio entre ambas actividades y no descuidar mi vida social. Está bien alejarse del mundanal ruido de vez en cuando para poder oír tus propios pensamientos, pero convertirse en un ermitaño y aislarse completamente del Mundo para escribir no suele traer nada bueno. Imaginaos que me invitan a una fiesta pero yo decido no ir porque voy apurado de tiempo con las entradas del blog. Tal vez si hubiera asistido podría haber conocido casualmente a alguien que sintoniza en mi misma onda, un amigo cómplice con el que poder quedar todos los findes y charlar durante horas sin aburrirme lo más mínimo… O quizás habría encontrado allí (¡Qué momento!) a la mujer de mi vida, con la que poder alcanzar por fin una Conexión total a todos los niveles: físico, intelectual, espiritual y seguramente alguno más que ahora mismo no me viene a la memoria. ¿Qué cara de idiota se me quedaría si me contasen lo que me había perdido cuando fuese ya demasiado tarde? Tendré que estar muy pendiente de no Vivir para escribir, o podría ocurrirme como a aquel náufrago que no vio el barco pasando frente a su isla porque estaba abstraído preparando mensajes para meterlos en una botella.

lunes, 11 de febrero de 2013

Esto se me va de las manos…

Allá por agosto, justo antes de poner en marcha el blog, una de las cosas que no tenía claras era la periodicidad. ¿Publicaría una, dos o tres entradas semanales? En seguida me di cuenta de que no quería publicar cualquier cosa, quería que las entradas tuviesen un mínimo de calidad literaria, con su planteamiento, su nudo y su desenlace, y que a la vez resultaran suficientemente didácticas y exhaustivas como para ser útiles a la gente… ¡Casi ná! Construir textos suficientemente elaborados cuesta tiempo y esfuerzo; por tanto, llegué pronto a la conclusión de que no podría hacer más de una entrada semanal o de lo contrario mi dedicación al blog acabaría afectando a mi trabajo y a mi vida social.
Había leído en los tutoriales disponibles en Internet que lo normal es no sobrepasar las 400 palabras por entrada, para que los lectores no se cansen demasiado y de esa forma se acostumbren a seguir el blog regularmente, así que ése fue mi objetivo inicial, y de hecho más o menos lo conseguí durante el primer mes; pero en seguida veo que 400 palabras se quedan cortas para decir todo lo que siento, de modo que poco a poco la extensión de las entradas va creciendo. Me propuse no superar la barrera de las 1200 palabras por entrada, pero pronto empezó a ser evidente que determinados temas en concreto daban para mucho más que eso. Fue entonces cuando decidí partir las entradas particularmente largas en distintas entregas.
 
 
Que un mismo texto te dé material para dos semanas es por una parte una alegría, ya que puedes relajarte un poco de ese estrés (autoimpuesto, por otra parte) de los plazos de entrega cada lunes por la noche, pero por otro lado convertir una entrada en dos no es tan sencillo como partirla por la mitad y ya está: supone modificar la estructura narrativa para que sean ocurrentes o emocionantes no sólo el principio y el final, sino también el punto donde se interrumpe la narración, para crear un efecto cliffhanger y que la gente no se pase una semana esperando justo en el punto más soso de la historia. También supone buscar más fotografías que estén relacionadas con la entrada, más hipervínculos interesantes, dos enlaces a temas musicales en vez de uno… Todo esto requiere tiempo de trabajo, pero aún así este pequeño esfuerzo extra compensa.
Incluso haciendo uso de dos o hasta tres entregas, había temas que todavía daban para más, como me ocurrió con “Sin Aditivos ni Colorantes” o “A Cinco Metros Bajo Tierra”. Mucha de la información interesante que manejé en estos casos queda pendiente para nuevas entradas más adelante, pero había cosas que, por coherencia y por unidad temática, o se ponían entonces o ya no se usaban nunca más; y me niego a hacer entradas con cuatro o más entregas consecutivas, porque eso haría perder variedad temática al blog y algunos lectores, cansados de estar todo un mes leyendo sobre un tema que no les interesa, dejarían de visitarlo. Todo esto, unido a mi falta de tiempo para poder resumir un poco las entregas una vez hechas, nos lleva al momento actual, con una entrada triple en la que cinco metros de tierra dan para escribir un total de casi 5000 palabras. La entrega del lunes pasado, sobre las riadas del Turia, es récord absoluto, rondando por sí sola las 2000 palabras, cinco veces la dosis recomendada. Lo dicho: Esto se me va de las manos.
 
 
Con todo ello no quiero decir que esté a disgusto con el tema del blog, ni mucho menos… De hecho hay fines de semana que me pongo a escribir y lo disfruto tanto que entro como en trance (el término técnico es estado de flujo), y cuando me quiero dar cuenta han pasado volando hasta cinco horas… Así no es de extrañar que me salgan tan largas las entradas, claro. Pero también es verdad que a veces sufro mucho para poder dejarlo todo bien hilado a tiempo, y la redacción de los textos me quita tiempo para otras cosas que también me apetecería hacer. Algunos blogueros me han comentado que tienen una relación de amor-odio con su blog, que pasan de temporadas en las que le dedican todo el día a otras en las que no quieren ni pensar en él; aunque a mí esto no me pasa todavía, la verdad es que empiezo a entenderlos un poco. Además, pensando a largo plazo, creo que haciendo entradas tan largas estoy tirando piedras sobre mi propio tejado en aras de la calidad actual del blog. Ahora mismo tengo montones de ideas en la recámara, pero si meto demasiadas de ellas en cada entrada puede que algún día más o menos lejano, de aquí a un año, o tres, o cinco, se me acaben y baje el nivel de calidad; tengo miedo de agotar todos mis cartuchos y pasar de repente de cien a cero en una semana.
Creo que mi problema radica en que soy demasiado perfeccionista: como decía una vez en una entrevista José Luis Gil, doblador de cine y Enrique Pastor en la serie “La Que Se Avecina”, soy un vago frustrado. Cada día me repito a mí mismo que lo que tengo que hacer es simplemente no agobiarme y disfrutar de lo que salga, aunque no sea perfecto; pero es que el blog no lo hago sólo para mí, también me debo a mis lectores (¿Hay alguien ahí…?), y supongo que hay gente que, aun gustándole La Belleza y el Tiempo, tiene otras muchas cosas que hacer al cabo de la semana y se les hace muy cuesta arriba encontrar un rato para leerse una parrafada de 2000 palabras (más enlaces). Me encantaría conocer vuestra opinión acerca de todo esto a través de los comentarios: ¿Os resultan largas las entradas? ¿Se os hacen pesadas o las veis bien así? ¿Y qué opináis de las entradas en varias entregas? ¿Preferiríais que las más largas se fuesen publicando por capítulos menos extensos, aunque de esta manera quedaran divididas en más de tres entregas? Me interesa mucho saber qué pensáis porque, como ya he dicho antes, este blog se hace en gran medida para vosotros y vosotras. La semana que viene seguiremos hablando de este tema, aunque desde un punto de vista más general, y veremos cuál es la diferencia entre Escribir para vivir y Vivir para escribir.

lunes, 4 de febrero de 2013

A Cinco Metros Bajo Tierra (III)

Después de leer la anterior entrega de esta entrada queda bastante claro que nuestra Historia es una historia de violencia y que vivimos sobre montañas de cadáveres, consecuencia de dos mil años de conflictos bélicos que han cambiado radicalmente la fisonomía de nuestra ciudad. Hoy veremos, sin embargo, que no es necesaria una guerra para elevar la cota de Valencia sobre el nivel del mar. A veces bastan, por ejemplo, una vela encendida y unas cortinas para que un accidente doméstico se transforme en un incendio que puede devorar barrios enteros; antiguamente muchas casas estaban hechas de madera y estos incidentes eran bastante frecuentes. En este sentido, cabe citar por ejemplo el incendio sufrido en 1586 por la Casa de la Ciudad (el antiguo Ayuntamiento), que estaba situada junto a la Plaza de la Virgen, en el lugar que hoy ocupa el pequeño jardín contiguo al edificio de la Generalitat.
 
 
Otras veces no es el fuego sino el Tiempo mismo el que devora partes de la ciudad: por ejemplo, durante el Bajo Imperio Romano (hacia el S.III) el edificio administrativo de la Basílica se derrumbó por falta de mantenimiento y no fue reconstruido. De hecho, en esta época y en tiempos de los visigodos hubo mucho reciclaje de piedras, que se cogían de las ruinas de antiguos edificios para utilizarlas en las nuevas construcciones. También ha ocurrido varias veces que las autoridades de la ciudad han planificado la remodelación de barrios enteros, como el de Pescadores, junto a la actual Plaza del Ayuntamiento, que antes era un barrio de mala muerte, lleno de delincuentes y prostitutas, y que fue desalojado y reconstruido por completo a principios del S.XX (Resulta gracioso pensar que el lugar donde antes no había más que golfos y trileros ha acabado lleno de sucursales bancarias, así que la historia se repite). Sea cual sea la causa por la que un edificio cae al suelo, a veces cuesta menos construir sobre sus ruinas que llevarse los escombros a otra parte; sobre todo en los tiempos antiguos, en los que no había excavadoras. Como consecuencia de todo esto, el nivel del suelo sigue subiendo más y más con el paso de los siglos.
Quiero detenerme un poco en el caso del Palacio del Real, de cuya historia hablaremos con más calma otro día. Su demolición tuvo lugar en 1810, coincidiendo con el segundo de los asaltos a la ciudad por parte de los soldados de Napoleón; pero no a manos de las tropas francesas ni durante la contienda, sino por las propias autoridades valencianas, posteriormente, aduciendo motivos de tipo estratégico. Se explicó que la situación del Palacio, a las afueras de la parte norte de Valencia, donde hoy en día están los Jardines de Viveros (o del Real), lo convertía en un punto clave desde el que los franceses podían atacar fácilmente las murallas si lograban hacerse con él, así que se procedió a su desmantelamiento. Hubo quienes lamentaron esta decisión esgrimiendo el argumento de que los valencianos también podrían haber usado el Palacio como posición de avanzada para defender las puertas ante nuevos ataques, y corrieron rumores de que la estrategia bélica había sido una mera excusa por parte de las autoridades para poder saquear las muchas riquezas que había en el conjunto de edificios, cuyos escombros amontonados dieron origen a la actual Muntanyeta d’Elío de los Viveros y a su gemela ya desaparecida, que se encontraba un poco más al este.
 
 
Pero hay un Poder sobre la Tierra más grande que las guerras, los incendios o los planes urbanísticos, un Poder que no depende de la mano del hombre y que hace subir poco a poco el nivel de las ciudades construidas a la orilla de un río: es el Poder del Agua. En el caso de Valencia, se tiene constancia de crecidas y desbordamientos del Turia, también llamado Guadalaviar o Río Blanco, desde la misma fundación de la ciudad, habiéndose producido en promedio un desbordamiento especialmente destructivo cada 50 años. En las excavaciones arqueológicas de la ciudad se puede encontrar la huella de los sedimentos dejados por estos desbordamientos, llamados también riadas, lo cual nos permite obtener una datación aproximada de dichos acontecimientos. En la excavación de l’Almoina en concreto se han encontrado signos claros de desbordamientos del río en los siglos II y I antes de Cristo; en cuanto a la época romana imperial (siglos I al IV), aunque se han encontrado en otros puntos de la ciudad evidencias de riadas en esta etapa, no llegaron a afectar a la zona de l’Almoina. Si seguimos hacia arriba en los estratos y hacia adelante en el tiempo, no apreciamos en ningún punto signos de que haya habido inundaciones en época visigoda; este hecho, junto con el pacto alcanzado entre Visigodos y Musulmanes a la llegada de los segundos, justifica que el nivel del suelo haya subido tan poco entre la Valentia visigoda y la primera Valencia árabe, que no se llamaba aún Balansiya sino Medina al-Turab o Ciudad Polvorienta. Ya en época musulmana se han encontrado en l’Almoina signos de inundaciones especialmente catastróficas en los siglos IX al XI: la de 1088 rompió dos de los puentes y varias torres defensivas de la ciudad.
¿Y cómo puede ser, os preguntaréis, que conozcamos con tanta exactitud el año de esta última riada? Porque conforme nos acercamos al presente podemos obtener cada vez más información de otro tipo de fuentes aparte de las capas de sedimentos de los yacimientos arqueológicos: las fuentes documentales de cada época, o lo que es lo mismo, los libros, crónicas, inscripciones y cualquier otro tipo de documentos escritos. Después del desastre de 1957, Francisco Almela y Vives se dedicó a recopilar los datos disponibles en las fuentes escritas acerca de las incidencias de este tipo sufridas a lo largo de la historia de Valencia: entre 1321 y 1949 se han documentado como mínimo 22 desbordamientos, 11 crecidas y 15 noticias de inundación sin especificar la magnitud (y por cierto casi siempre en los meses de septiembre y octubre, coincidiendo con la famosa Gota Fría). Después de la Riada del 57 aún hubo una crecida más, en 1967, que no fue tan grave, y así hasta el día de hoy. He aquí un ejemplo de lo que cuentan los cronistas sobre el nivel de destrucción que las crecidas podían llegar a ocasionar en la ciudad:
“El jueves 17 de agosto de 1358, después de haber sufrido una ruinosa y pertinaz sequía, que dejó yermos los campos y entregados a la miseria a los colonos y pequeños propietarios, crecieron tanto las aguas del Guadalaviar, preñadas con el exceso de las lluvias, que no tardaron en penetrar en la ciudad, inundando calles, plazas y casas con furia inusitada. [...] Los puentes desaparecieron todos y barriadas enteras cayeron desplomadas en número de mil casas, aplastando a familias completas bajo sus escombros y ruinas. Cuatrocientas personas perecieron. [...] La parte de la Ciudad que más padeció fue el barrio de Curtidores. Y no fueron menores los estragos producidos en los campos, alquerías y pueblos de La Huerta.”
Las riadas ocurridas consecutivamente en 1589 y 1590 hicieron que se pusiera en marcha la llamada Fàbrica Nova del Riu, que consistía en una serie de obras de mejora de los pretiles y puentes del río, para hacerlos más resistentes a posibles futuras crecidas. Este plan de reformas, que se llevó a cabo en un tiempo récord de veinte años, supuso un cambio radical en la fisonomía del cauce, con multitud de variaciones en el nivel del suelo, tanto hacia arriba como hacia abajo, en distintas áreas cercanas al río. El pretil de la margen derecha, encargado de proteger la Valencia medieval de las crecidas, fue durante mucho tiempo más largo y alto que el de la margen izquierda.
 
 
El último desbordamiento importante del Turia ocurrió el 14 de octubre de 1957 y se lo conoce con el nombre de “La Gran Riada”. Constó de dos ondas de crecida: una a las cuatro de la madrugada, que fue la que originó más víctimas, y otra más grande a las dos del mediodía, que fue menos mortal pero causó más daños materiales. Hubo en total unos cuatrocientos muertos, más o menos los mismos que en la riada acaecida seiscientos años antes (¿Coincidencia…? Pues sí, la verdad es que sí). El río crecido dejó a su paso por la ciudad una gran cantidad de material de aluvión, unos 50 centímetros en promedio, con una altura de hasta dos metros en algunas zonas. Las brigadas formadas por militares y voluntarios, ayudadas por algunos bulldozers y por los carros de caballos que se encargaban normalmente de la recogida de basuras, tuvieron que estar recogiendo barro durante semanas, encontrando entre el lodo maloliente multitud de animales muertos y de vez en cuando también algún cadáver.
La topografía de los barrios de Tendetes (junto a la Escuela Oficial de Idiomas) y de Marxalenes los convirtió en una trampa mortal durante la Riada, ya que estaban (y siguen estando) más bajos que las zonas circundantes y, cual bañera gigante, se llenaron de agua que no tenía ninguna vía de salida. El pretil de la margen izquierda del río, cuya altura se había elevado erróneamente en esa zona, en el S.XVIII, por encima del nivel de los barrios, actuó como barrera impidiendo que el agua que había entrado hacia la ciudad un poco más arriba volviera a salir de nuevo al cauce, lo cual hizo que se desencadenara la tragedia, llegando incluso a formarse un vórtice gigante en el agua. Hubo docenas de muertos en esta zona, el 70% de los edificios de Marxalenes quedaron arrasados y en la calle Doctor Olóriz de Tendetes el agua alcanzó una altura de 5’20 metros. Una vez pasado el desastre, estos barrios se rellenaron parcialmente con el barro que dejó la crecida, pero hoy en día se sigue notando claramente que hay una diferencia de alturas: por ejemplo, la Estación de Autobuses, que se construyó posteriormente, está al fondo de una depresión del terreno, y por eso para coger los buses hay que bajar una escalera que llega casi hasta el mismo nivel del fondo del cauce.
 
 
Sin embargo, ya se sabe que la lotería del Destino depara desgracias para algunos pero también concede alegrías a otros: del mismo modo que Tendetes y Marxalenes tuvieron mala suerte durante la Gran Riada, hubo otra zona de la ciudad que, a pesar de estar muy cercana al cauce del río, no llegó a inundarse en ninguna de las dos crecidas, aunque quedó rodeada casi por todas partes. La zona de la Catedral, la Plaza de la Virgen y el actual Museo Arqueológico de l’Almoina quedó libre de las aguas, igual que había ocurrido en época visigoda. Tal vez este hecho se deba en parte a que, al ser ésta la zona más antigua de la ciudad, ha sufrido más transformaciones que las áreas circundantes y por eso la cota ha subido más en ella; pero en cualquier caso pone de manifiesto lo acertado del emplazamiento original de Valentia y la pericia de los ingenieros romanos que lo escogieron hace 2150 años.
No es la primera vez que hablamos aquí de la soberbia de la raza humana y de cómo, cada vez que creemos que somos los Señores del Universo y que lo tenemos todo controlado, la Naturaleza nos vuelve a poner bruscamente en nuestro sitio. Seguramente muchos de los que estaban a punto de sufrir las consecuencias de la Gran Riada, ocupados en mil pequeñas cosas que a ellos les parecerían sumamente importantes en aquel momento, habían perdido el recuerdo de todas las crecidas e inundaciones anteriores y pensaban que era algo que no podía volver a ocurrir… Pero a veces el mero hecho de que olvidemos el Pasado no hace que éste desaparezca: permanece silencioso, paciente, agazapado entre las sombras del Tiempo, como una gigantesca criatura aletargada en las profundidades de la Tierra, esperando a resurgir en el momento más insospechado y pegarnos un zarpazo en la cara. En cierto modo, si no fuera por el sufrimiento padecido por los habitantes de la ciudad, resultaría oscura y retorcidamente poética la idea de que aquel día de octubre de 1957 Valentia casi volvió a ser una isla fluvial, después de un milenio sin serlo.