lunes, 29 de octubre de 2012

Comiendo Cocos

Éste no es un blog sobre gastronomía, pese a lo que pueda parecer a la vista de los títulos de las últimas entradas; enseguida entenderéis lo de los cocos. Yo no tengo coche ni carnet de conducir, por muchas y diversas razones de las que podemos hablar en otra ocasión. Para desplazamientos largos dentro de Valencia uso el transporte público: autobús, metro o tranvía y autobús metropolitano. Para desplazamientos a cortas y medias distancias voy siempre a pie; me gusta andar para ir a los sitios o simplemente para pasear. Hace años me surgía cada cierto tiempo la necesidad de callejear para relajarme y reducir mi nivel de stress; ahora que ya no me preocupo tanto por según qué cosas, los fantasmas del miedo han sido remplazados por otros de melancolía, más inofensivos y menos recurrentes, con lo que paseo simplemente para sentirme uno con la ciudad y disfrutar de la Paz y Belleza de sus rincones. No soy especialmente viajero, y nunca he llegado a aburrirme de las calles de Valencia, así que mis escapadas de fin de semana son poco frecuentes y no suelen traspasar los límites del área metropolitana. A veces me llevo la cámara a mis caminatas y hago fotos de los detalles que me llaman la atención: exceptuando las sacadas en Roma o en París, todas las fotografías que ilustran este blog están tomadas en Valencia.
Una de las razones por las que no me interesa mucho salir de la ciudad es que pienso que todavía me falta mucho por averiguar de ella, me da la impresión de que en todos estos años no he descubierto ni una pequeña fracción de su Belleza. Me imagino sus calles como los pasillos de una pantalla del Comecocos, donde algunas de las bolas amarillas ya han desaparecido pero quedan aún muchas otras por comer. Cada vez que llego a una acera que creo no haber pisado nunca, pienso para mis adentros: “Vaya, ahora mismo estoy comiendo cocos…”. Es un juego que me traigo conmigo mismo y que a veces intento llevar hasta las últimas consecuencias, de manera que cuando paso varias veces por una avenida como las Grandes Vías, Blasco Ibáñez o la Alameda, intento caminar cada vez por una distinta de las cuatro, seis u ocho aceras posibles.
 
 
Este juego de comer cocos hace que de vez en cuando mis pasos me lleven a calles desconocidas por la mayoría, en zonas degradadas de Valencia por las que aparentemente no se va a ningún sitio: Roger de Flor, Maldonado, Salinas, Mare Vella, Samaniego, En Gordo, Espada, Tomasos… A veces estas incursiones sí resultan útiles más allá del placer de pasear, porque te permiten trazar puentes entre otras dos zonas de la ciudad que no estaban del todo conectadas en tu mapa mental, para de ese modo poder acortar camino en el futuro. Otras veces entras en un pasaje o un callejón sin salida por el mero hecho de comer cocos y acabas en algún precioso patio interior de la calle Caballeros o del Ensanche, o en lugares con encanto como la calle Cañete o las entradas a las iglesias de San Nicolás y San Juan del Hospital. Es curiosa la sensación de incomodidad que se tiene al entrar en uno de estos culs de sac, como si estuvieras invadiendo un espacio privado cuando en realidad es tan público como cualquier otro… o quizá lo que te angustia es la posibilidad de que, por comer unos cuantos cocos, te veas acorralado por un fantasma del juego y pierdas una de tus vidas.
 
 
Nunca me he arrepentido de seguir buscando lugares que explorar: cada nueva calle, cada nuevo rincón, tiene nuevas pequeñas sorpresas esperando a ser descubiertas, nuevos detalles nunca antes vistos que convierten ese sitio en especial. Caminas lentamente entre viviendas antiguas pero bien cuidadas con flores en los balcones, o casas que amenazan ruina, cubiertas de andamios y telas de rejilla verde, o solares donde aún se percibe el fantasma de lo que fue una casa, y vas descubriendo pequeños tesoros: un graffiti particularmente trabajado, o un par de versos escritos en la pared; un azulejo o una placa con una inscripción interesante; nombres de calle primitivamente sencillos, o inesperados (otro día hablaremos más de esto); restos arqueológicos, vestigios a veces casi imperceptibles del pasado remoto; una puerta, cerradura o aldaba con solera; un nuevo punto de vista sobre alguna de las torres, cúpulas o campanarios de la ciudad; una ventana entreabierta que nos cuenta los secretos de los que viven dentro; sonidos rutinarios pero maravillosos de la vida cotidiana; olor a humedad de tres siglos o a comida cocinándose; un gato que se cruza tranquilo en tu camino; o simplemente la forma en que la luz cálida de la mañana se derrama sobre las grietas y texturas de una pared centenaria.
 
 
De vez en cuando hay una conjunción de varios de estos pequeños detalles y tienes la agradable sensación de que ese rincón del Mundo te está sonriendo. Y por más tiempo que lleves dedicándote a patearte la ciudad, esto sigue ocurriendo otra, y otra, y otra vez; siguen apareciendo premios en forma de cerezas, manzanas, campanas o llaves que hacen que se desvanezcan por un momento los fantasmas. Las maravillas no cesan, y los cocos no se acaban nunca; y así es como debe ser, porque el objetivo del juego no es comer todos los cocos y pasar a la siguiente fase, sino seguir comiendo nuevos cocos y encontrando nuevas cerezas cada día.
 

lunes, 22 de octubre de 2012

Como una Magdalena (II)

Termino hoy la lista que empecé la semana pasada con ejemplos de películas que me hacen soltar alguna lagrimilla de vez en cuando; a continuación veremos los dos últimos grupos de los cuatro en los que pude clasificar estos ejemplos. Si bien no soy nada dado al almíbar y a la sensiblería barata, muchas veces lloro por el Afecto perdido; por los Amores truncados, o no consumados, o demasiado breves en el Tiempo: tremenda la escena de Antes del Atardecer, dentro del coche, cuando él, mirando por la ventanilla, le cuenta a ella los sueños que tiene de manera recurrente, mientras ella alarga su mano hacia él para tocarle, sin llegar a hacerlo. Grandiosa y emocionante también la parte final de El Paciente Inglés (¡Pero si me hace llorar hasta la promo de dos minutos que pasan de vez en cuando en Paramount Channel!). ¿Y qué me decís de Lo que queda del día? Lloro con Miss Kenton (para mí nunca será Mrs. Benn) cada vez que la veo subirse al autobús, en esa escena que me recuerda bastante a otra de Doctor Zhivago. También lloro con Moulin Rouge, pero curiosamente, más que con los personajes principales (que también), me estremezco sobre todo con las contadas y breves intervenciones dramáticas del personaje de Toulouse-Lautrec, interpretado por John Leguizamo: es mejor haber tenido y haber perdido, pero hay algunos que no han podido tener nunca.
Como este último, muchos son los ejemplos en los que, bien por su apariencia, o por las circunstancias, o por enfermedad, o directamente por la llegada de la muerte, los personajes de las historias que nos conmueven se ven privados de la Belleza del mundo (y a veces nosotros nos vemos privados de la Belleza que había en ellos): me acuerdo del principio de Despertares, cuando el niño que más tarde será uno de los protagonistas empieza a notar que la mano le tiembla al escribir en el colegio. Tenemos El Padrino, con la escena final de la puerta que se cierra en las narices de Kay, mientras Michael Corleone vende su alma al diablo (ésta es otra en la que me emociono hasta con las promos); o El Padrino III, en la que Michael paga por sus pecados con la muerte de su hija (otro día hablaremos de los gritos silenciosos en el cine). También me acuerdo de Ed Wood, con la muerte de Bela Lugosi y la música de El Lago de los Cisnes. ¡Y qué decir de El Hombre Elefante, de David Lynch! Son tantos los momentos en los que me hace llorar… Sólo con ver lo bueno y dulce que es John Merrick y cómo da las gracias por todo, cuánto aprecia hasta los detalles más sencillos de la vida; o cuando le aplauden todos después de ver la obra de teatro; o cómo, mirando su maqueta de la iglesia (sólo veía la punta de la torre desde su ventana, pero se las apañó para construir el resto), pronuncia tranquilo las palabras “Se acabó” y se acuesta en su cama como una persona normal.
 
 
Para finalizar pondré un ejemplo de llanto cinéfilo que me sorprendió incluso a mí, ya que no soy una persona religiosa: Jesucristo Superstar es una película con una música fantástica y unas canciones estupendas (he notado que muchas veces una banda sonora hermosa es determinante para que una película me haga llorar); sin embargo, jamás hubiera pensado que se me pondría un nudo en la garganta en la escena de la crucifixión, al ver la cara de sufrimiento de María Magdalena arrodillada junto a la cruz… Cuestión de empatía, supongo.
No sé qué me pasa, que últimamente estoy muy sensible.

martes, 16 de octubre de 2012

Como una Magdalena (I)

No sé qué me pasa, que últimamente me asoman las lágrimas de vez en cuando al ver películas en la tele o en el cine. Soy una persona muy empática, y cuando una historia trata un tema importante y además está bien contada me toca la fibra (Otro día hablaremos del poder de las historias y de la diferencia entre Verdad y realidad). La mayoría de las veces son sólo unos ojos humedecidos durante unos segundos; otras es un nudo en la garganta, la respiración agitada y alguna lagrimita suelta (por cierto, truco para saber si los actores de las películas fingen o no al llorar: la glicerina rebosa por el centro del párpado, pero las lágrimas de verdad caen de los laterales). Puede que de vez en cuando, si me siento realmente conmovido por la historia, una expresión irrefrenable de tristeza asome a mi cara y tenga que reprimir un par de espasmos de llanto; y otras veces, las menos, eso sí, se rompen los diques de la emoción y lloro en silencio durante un rato, con profusión de lágrimas y mocos y un pañuelo a mano.
¿Hay distintos tipos de lágrimas? ¿Lloramos de alegría unas veces y de pena otras? Yo creo que, aunque en distintos porcentajes, siempre hay una mezcla de ambas. Lloramos porque las historias nos recuerdan que hay mucha Belleza en el mundo y porque somos conscientes de que esta Belleza no durará para siempre, que será devorada por el Tiempo. Es esta certeza la que nos hace valorar aún más la Belleza que nos rodea. ¿Es bueno llorar? Sí, si se hace sólo de vez en cuando y por una buena razón. Si lloramos, significa que estamos vivos. Hay gente que llora sin saber por qué llora realmente, o peor aún, gente que no llora nunca… No me gustaría ser uno de ellos.
 
 
Como decía antes, no siempre lloramos de pena, por algo que hemos perdido; a veces las lágrimas indican que hemos encontrado o recuperado algo valioso: ahí está la escena de La Misión en la que los indígenas liberan al personaje de Robert de Niro de la carga que se había autoimpuesto. También me hacen sonreír mientras lloro, o incluso reír de satisfacción y llorar al mismo tiempo, el final de Encuentros en la Tercera Fase, con Richard Dreyfuss cumpliendo su sueño mientras suenan brevemente en la banda sonora las notas de When you wish upon a star; o el fragmento de El Piano en el que los personajes de Holly Hunter y Harvey Keitel dan por fin rienda suelta a su pasión; o la escena de los tres besos de Amélie, en la que Papagena encuentra, contra todo pronóstico, a su Papageno.
Otras veces son el ansia de Libertad y la búsqueda de Justicia las que nos estremecen el alma y nos ponen la carne de gallina: emocionantes la escena de Casablanca en la que los habituales del Café de Rick se ponen a cantar la Marsellesa; o la parte final de Pleasantville, una hermosa defensa de la libertad de expresión y de la búsqueda de uno mismo; o el fragmento de Matar a un Ruiseñor en el que, después de ser derrotado Atticus Finch en el juicio, los negros en el segundo piso de la sala permanecen en pie en señal de respeto hacia él.
Escribo estas líneas mientras el cielo llora sobre Valencia y mientras pasan El Retorno del Rey por la tele. Estas tres películas, que aunque no transcurran en el mundo real transmiten Verdades como puños, tienen muchos momentos que me emocionan profundamente, como por ejemplo la muerte de Boromir, cuando los hobbits Merry y Pippin intentan ofrecer resistencia a sus captores para estar a la altura del valor del guerrero; o la inundación de Isengard en el clímax final de Las Dos Torres, con ese ent en llamas que corre a sumergir su cabeza en el agua que baja de la presa… O la despedida en los Puertos Grises, en la que Gandalf hace ver a los hobbits que no todas las lágrimas son amargas. Si no os importa, voy a disfrutar ahora del tramo final de la película (¿Dónde habré puesto los cleenex?) y la próxima semana publico la segunda parte de esta entrada y os explico el porqué de la expresión “Llorar como una Magdalena”.

lunes, 8 de octubre de 2012

En la Luna

Hoy es Lunes, día de la Luna, o si lo preferís en inglés, Monday, es decir, Moon day. Los angloparlantes usan también para sus meses la palabra Month, que procede de la misma raíz. Éstos y otros ejemplos demuestran que la Luna y sus ciclos han tenido siempre una importante influencia en la vida de los hombres. Durante miles de años hemos intentado comprender lo que es y por qué hace lo que hace, cuál es la coreografía de su danza en el cielo nocturno (o diurno). En 1959 llegaron allí las primeras misiones no tripuladas de la serie Luna, puesta en marcha por la Unión Soviética, y una década más tarde (más o menos un año después de estrenarse 2001, Una Odisea del Espacio) el hombre pisó por primera vez la superficie lunar (después haría cinco visitas más) con las misiones Apolo de la NASA, aunque aún hay algún que otro despistado que cree que todo fue rodado por Stanley Kubrick en unos estudios de cine. En los últimos diez años Japón, China, India, Estados Unidos y Europa han enviado naves no tripuladas a orbitar la Luna, mapeándola y tomando una gran cantidad de datos; hasta se ha lanzado contra su superficie un proyectil de dos toneladas para ver qué pasaba en el impacto. Algunas de las misiones que han alunizado han dejado allí diversos instrumentos que nos permiten seguir realizando experimentos. Aunque aún quedan muchas incógnitas, el nivel de Conocimiento que tenemos acerca de nuestro satélite aumenta día a día.
Se ha estimado que la Luna se formó hace unos 4500 millones de años, poco después que la Tierra y el resto del Sistema Solar, al parecer a partir de los fragmentos incandescentes lanzados al espacio después de la brutal colisión entre la proto-Tierra y otro cuerpo celeste menor, del tamaño de Marte. Nuestro satélite, cuyo diámetro es un cuarto del de la Tierra, se aleja 38 milímetros de nuestro planeta cada año, de modo que antiguamente se veía más grande en el cielo y dentro de millones de años parecerá más pequeño. Ahora está a treinta Tierras de distancia de nosotros, y casualmente subtiende desde la superficie terrestre el mismo ángulo que el sol, por lo que ambos parecen tener el mismo tamaño. Siguiendo con las casualidades, la Luna tiene el mismo periodo de rotación alrededor de la Tierra y alrededor de su propio eje, con lo cual siempre nos enseña la misma cara. La cara oculta tiene un relieve más accidentado, con cráteres más altos y valles más profundos, y está oculta pero no oscura porque también le llega la luz la mitad del tiempo, aunque nosotros no lo veamos.
 
 
La Luna tiene una gravedad seis veces menor que la de la Tierra, no tiene atmósfera y en los cráteres más ocultos de sus polos las temperaturas pueden bajar hasta los -250ºC. Hablando de los polos, los científicos están casi seguros de que hay algo de hielo en ellos. Gran parte del suelo del satélite está formado por un polvo de dióxido de silicio llamado regolito, con una textura parecida a la de la nieve y olor a pólvora usada. Los sismógrafos instalados allí por las distintas misiones han descubierto que también hay lunamotos, más débiles que los terremotos pero más prolongados, de hasta una hora de duración. La gravedad de la Luna intenta atraer hacia ella las aguas de los océanos terrestres, originando las mareas; también el Sol participa en estos procesos, pero su influencia gravitatoria sobre los océanos es la mitad de la originada por nuestro satélite. También las partes sólidas de la Tierra y la Luna tienen, debido a su interacción, sus propias mareas: oscilaciones cíclicas que producen deformaciones de unos 10 cm en la Luna y más de 30 cm en la Tierra. Resulta curioso saber que los materiales de la superficie lunar tienen una reflectancia parecida a la del carbón, pero debido a la gran cantidad de luz que le llega desde el Sol, y por comparación con el oscuro espacio profundo que tiene alrededor, la luz reflejada por ella hace que la Luna nos parezca blanca. Nuestro sistema visual la hace parecer también más grande de lo que es, sobre todo cuando está cerca del horizonte, aunque es en realidad un pequeño punto lejano en medio de la inmensidad del cielo, como se puede comprobar cuando se le hace una foto sin zoom.
Cuando me planteo estos últimos hechos mi conclusión final no es que la Luna sea algo lejano y oscuro como el carbón, sino que mis ojos y mi cerebro son una fabulosa obra de ingeniería perfeccionada durante millones de años para poder disfrutar mejor de la Luna, entre otras cosas. Usar la Ciencia para adquirir un mayor Conocimiento acerca del Cosmos no le quita ni un ápice de poesía; más bien al contrario, aumenta su Belleza y le aporta nuevos matices que no se podían disfrutar antes. Saber todo lo dicho acerca de nuestro satélite no me impide seguir pensando que desde el ecuador terrestre y en determinadas fases, la Luna sale y se oculta como una Luna alegre (parecida a una sonrisa) o como una Luna triste. Es la Ciencia la que me dice que la luz de la Luna también puede generar un arco iris, es la Ciencia la que me anima a buscarlo y tal vez llegarlo a ver algún día. Ciencia y Arte no están reñidas en absoluto, y de hecho hay muchas propuestas artísticas que nos llegan al corazón con historias muy relacionadas con las leyes de la Ciencia, presente o del futuro inmediato.
 
 
Así pues, cada vez que paseando por la calle de noche me encuentro casualmente bajo el resplandor de la Luna entre los edificios, no puedo evitar mirarla fijamente durante unos segundos, empapándome de sus múltiples niveles de Belleza, y mi mente fantasea con distintas posibilidades… La parte iluminada de la Luna apunta hacia el oeste, hacia poniente, donde el Sol se ocultó hace poco. ¿Es el Sol un niño que juega al escondite y la Luna una niña que riendo en silencio señala, revelando su paradero? Otras veces pienso que tal vez no son niños: mientras un ligero escalofrío recorre mi cuerpo, me doy cuenta de que las partículas de luz que en ese momento están tocando mis retinas, al fondo de mis ojos, para convertirse en impulsos eléctricos hacia mi cerebro, estaban tocando la Luna hace 1.26 segundos y la superficie del Sol hace 8 minutos y 20 segundos. Es como si Madre Luna se sentara en mi cama en la oscuridad y me besara suavemente los párpados para darme las buenas noches, mientras Padre Sol, severo pero afectuoso, sonríe desde la puerta de mi dormitorio, con su silueta recortada por la luz del pasillo.

lunes, 1 de octubre de 2012

Amor a primera vista (II)

Hablaba en la primera parte de esta entrada de los factores que en mi opinión vuelven irresistible a una mujer desde el punto de vista del aspecto físico, y comentaba que me gustan las caras con carácter, con personalidad propia, que se salen un poco de lo habitual pero sin perder la simetría de los rasgos. En este sentido, es fácil entender por qué me gustan los rostros en los que se aprecia un cierto mestizaje, con elementos propios de otros lugares y otras razas, aunque sin alejarse excesivamente del modelo de belleza occidental. Los rasgos exóticos no sólo son atractivos porque suponen una novedad frente al estilo Barbie, sino que también nos parecen convenientes porque la diversidad genética es buena para prevenir problemas en la descendencia (cosas de los genes recesivos y dominantes).
La expresión de la cara también aporta mucha información sobre una persona: la posición de la boca, la manera de mover los ojos, el nivel de tensión de los músculos faciales, nos dicen si una persona es de natural tranquila o nerviosa, si es sincera o no… Como suele decirse, la cara es el espejo del alma. Muchas de mis amigas y conocidas tienen expresiones faciales características que las hacen únicas e irresistiblemente hermosas: puede ser la manera serena que tienen de sonreír, o cómo te aguantan la mirada mientras hablan contigo, o la expresión cómica que ponen cuando sueltan alguna parida, o cómo te guiñan el ojo al saludarte por la calle, o su carita de cachorrillo abandonado cuando su pensamiento se escapa a otra parte por unos segundos.
Justo después de fijarme en la cara observo el pelo: me gusta que tenga un aspecto sano y suave, y suelo preferirlo oscuro, pero la longitud y el tipo de peinado no son tan determinantes; me puede gustar largo y liso, con o sin coleta, o también ondulado, o corto a lo garçon (en este caso, una nuca a la vista con un nacimiento del cabello bonito me parece terriblemente atractiva).
De la cara y el pelo mi mirada pasa a los pechos: me gustan más bien grandes pero sin pasarse. ¿Cuál es la razón para que tantos hombres prefiramos pechos abundantes? ¿Tal vez un deseo subconsciente de volver a la época sin problemas de la lactancia, a la sencillez de cuando éramos bebés? Quizá es simplemente el sentido común de desear tener algo blandito, suave y calentito donde poder apoyar tu cabeza por las noches mientras ella te acaricia el pelo y notas los latidos de su corazón y su respiración subiendo y bajando... Siguiendo nuestro recorrido por el resto del cuerpo, me gustan las mujeres con curvas generosas. Hay una clasificación de los distintos tipos de silueta para las mujeres: está el tipo cilindro, el tipo campana o pera (con caderas más anchas), el tipo triángulo invertido (en este caso son más anchos los hombros y el pecho) y finalmente el que a mí más me gusta (a mí y a otros muchos, según los estudios): el tipo diábolo, con pechos y caderas grandes y una cintura pequeña… el famoso 90-60-90, vamos. Según los citados estudios, el que prefiramos a las tipo diábolo tiene al parecer una explicación científica: las caderas anchas facilitan el nacimiento de los bebés, la cintura estrecha indica ausencia de embarazo y las mujeres con pechos más abundantes suelen también segregar mayores niveles de hormonas como la progesterona, que están de nuevo relacionadas con la fertilidad. Otro día podemos hablar del apasionante mundo de las hormonas y las feromonas, y de si funciona o no nuestro órgano vomeronasal.


Hasta aquí los factores para mí más determinantes, pero hay otros detalles en los que también me fijo: me gustan las mujeres de cutis fino y de piel suave y sin manchas, tirando ligeramente a morena aunque eso es lo de menos. Me gustan las manos largas y esbeltas, con las uñas relativamente cortas y sin signos de haber sido mordidas. Me gusta que la manera de caminar sea decidida, enérgica, pero sin un contoneo excesivo. Y me gusta que la forma de vestir sea práctica y sencilla, pero a la vez con buen gusto y elegancia.
Aunque casi todas las observaciones hechas hasta ahora están relacionadas con el aspecto visual, hay otros sentidos involucrados en la primera impresión: para mí es importante que el timbre de voz sea agradable, y si puede ser tirando a grave y meloso, y valoro detalles como un aroma agradable, ya sea a perfume, a suavizante de la ropa o a pelo recién lavado (el poder evocador y el efecto subliminal de los olores da para toda otra entrada… quizá más adelante). Podría entrar en detalles sobre qué es lo que me gusta más a nivel del tacto, pero no lo voy a hacer por dos razones: primero, lo más que se llega a tocar durante la primera impresión es la mejilla o el brazo, y de eso ya hemos comentado algo, así que del resto no procede hablar en esta entrada; y segundo, a lo largo de mi vida he mirado a muchas mujeres, pero las que he acariciado a un nivel más íntimo se cuentan con los dedos de una mano, así que no quiero que ninguna de mis ex parejas pueda darse por aludida si alguna vez lee esto. En el limbo de las entradas que nunca serán se queda un recorrido por la geografía secreta del cuerpo femenino: un mapa lleno de inmensos océanos, continentes exóticos y mares ocultos, con zonas aún por descubrir y con dragones más allá de sus confines, repleto de incontables maravillas con nombres cargados de misterio y promesas, como la Escotadura Supraesternal (o Bósforo de Almásy).